Durante los últimos 40 años las grandes ciudades como Santiago fueron agarrando viento en la camiseta y avanzaron con un modelo de desarrollo basado en el consumo, éxito económico, individualismo y un permisivo plan inmobiliario que fue arrasando con el patrimonio arquitectónico, cerros, árboles, aves, jardines y contaminando ríos, humedales y cuencas. A este proceso lo fuimos llamando modernidad, y más allá de la falta de sentido común y planificación, su peor consecuencia fue la de generar una cultura que normalizó la depredación espiritual y natural de nuestra especie. Esta nueva cultura, que se encandiló por el dinero, bienes materiales y existir según lo que se puede exhibir, fue empobreciendo nuestras almas al transformarlas en herramientas funcionales a un sistema que, al contrario de la felicidad prometida por su ideología y medios publicitarios que la difundía, cada día nos fuimos convirtiendo en un poco más segregados, empobrecidos, aturdidos y desadaptados. Por lo mismo, muchos hombres y mujeres se fueron revelando y eligieron desplazarse a pequeños poblados en la naturaleza para vivir vidas a escala humana y con un mayor sentido y conexión. Bueno, eso era lo que se pensaba, decía y entendía.

©Felipe Monsalve
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Puerto Varas se ha convertido en uno de los destinos preferidos para los que migran por naturaleza. En el año 1990 tenía 25 mil habitantes y ya en el 2010 alcanzó los 40 mil habitantes, en pleno apogeo de la industria del salmón. Actualmente, en el año 2020, tiene alrededor de 60 mil habitantes y el 80% corresponde a población urbana que vive en una pequeña ciudad que no ha tenido el acondicionamiento para acoger a casi el triple de su población habitual, que incluyó los nuevos habitantes de una gran población de viviendas sociales, construida por el ex Presidente Lagos, y miles de familias y profesionales jóvenes buscando el sueño de vivir de manera más natural. Pero muchas de estas familias han tenido que resignarse a hacer sus vidas en una ciudad sobrepasada y deteriorada, sin la infraestructura ni cultura, siquiera, para resguardar el escaso patrimonio natural urbano que va quedando disponible, como lo es la angosta rivera del lago Llanquihue y el pequeño cerro Philippi. Porque si bien Puerto Varas está rodeada de naturaleza, la gran parte de ese patrimonio natural es privado y se ha ido utilizando para construir grandes condominios de viviendas en sitios de 5.000 M2, acceso restringido y con seguridad las 24 horas del día, donde los propietarios hacen su vida de espaldas a la ciudad.

©Felipe Monsalve
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El ciudadano común solo puede acceder a la rivera del lago Llanquihue, en el contorno que le corresponde a Puerto Varas, por 4 o 5 accesos públicos, ubicados mayoritariamente en la costanera principal de la ciudad. Lamentablemente, estos estrechos espacios de rivera están altamente contaminadas con restos plásticos, vidrios, envases, botellas y todo tipo de desechos; los basureros prácticamente no existen y en los casi 4 meses que vivo en Puerto Varas no he visto algún trabajo de limpieza ni recolección de basura. Es una situación que pareciera no importa a las autoridades ni a sus habitantes, sean originarios o introducidos, jóvenes o viejos, tengan un discurso sustentable o no. Como si esto ya no fuera preocupante, la guinda de la torta se la lleva la calidad del aire, que está en condiciones críticas por el uso de leña, y el agua del lago, que está contaminada por coliformes fecales y los desechos de la comunidad y la industria salmonera.

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Resulta curioso que Puerto Varas siga siendo vista, y promocionada, como un destino turístico de excepción. Es cierto que su privilegiada vista a los volcanes es impresionante; que las lomas de campos verdes con animales parecen postales sacadas de un libro; y que la naturaleza de los parques nacionales, que están a las afueras de la ciudad, son de una belleza superior. Pero la vida real y cotidiana ocurre en una ciudad muy comprometida y una vialidad saturada de habitantes, autos, camionetas, camiones y un permisivo plan inmobiliario que va rellenado los últimos humedales y quebradas para seguir construyendo, y que hace recordar las peores prácticas de las grandes ciudades.

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De tal manera, no se logra entender como las familias que migraron de las grandes ciudades con la idea de poder vivir a escala humana y con mayor sentido y conexión, lleguen a pequeños poblados arriba de grandes camionetas, vivan aisladas en condominios privados con sitios de 5.000 metros cuadrados y se comporten de manera tan ajena con una comunidad que los acoge, sin mostrar mayor interés por apoyar una convivencia armoniosa, equilibrada y respetuosa. Ante situaciones tan concretas, queda claro que las consecuencias del modelo de desarrollo no fue solo el daño puramente urbano, sino que más grave aún ha sido su influencia en la cultura y el espíritu de quienes crecimos bajo su inspiración. Creemos que la sola distancia física nos va a permitir ser de una manera distinta a la que realmente somos, no entendiendo que el cambio debe producirse, primero, de manera interna. Mientras no lo hagamos, iremos con nuestras conductas y creencias hacia todas partes donde nos desplacemos, sean lejos o muy lejos, transformándonos en una especie de plaga que irá contagiando todo lo que toca, como si saliésemos del imaginario de John Carpenter para alguna de sus perturbadoras películas.

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