En 1958 una expedición deportiva organizada y financiada por el conde italiano Guido Monzino, escaló por primera vez el cerro Paine Grande y la Torre Norte del Paine. Años antes, el eximio explorador patagónico Alberto María de Agostini realizó los primeros estudios en torno a este macizo. Tanto Agostini como las posteriores expediciones deportivas fueron determinantes para relevar el patrimonio natural de la zona, lo cual llevó al Estado chileno a crear un año después el Parque Nacional Torres del Paine. En años posteriores Monzino donaría cerca de 12.000 hectáreas al Estado para terminar de definir los límites presentes del parque.

Casi una década más tarde, en 1966, una expedición chilena pisaría por vez primera la enhiesta cima del cerro Castillo. Esta actividad atrajo a famosos montañistas de la época, como Walter Bonatti, Gino Buscaini o Lauchi Duff. Los artículos publicados por ellos posicionaron internacionalmente la cordillera del Castillo, contribuyendo al aumento paulatino de visitantes. Nuevamente, décadas más tarde, cerro Castillo se convertiría primero en reserva (1970) y luego en parque nacional (2017).

Más adelante, en 1997, el kayakista Jhon Foss compartió algunas fotografías con sus amigos escaladores de unas grandes paredes que observó mientras descendía por el río Cochamó. La voz se corrió rápidamente entre la comunidad escaladora. Ello llevó a que Simon Nadin y Tim Dolan abrieran Stirling Moss, el primer itinerario en el cerro Trinidad. Poco menos de dos décadas han bastado para que este valle pasara de ser un recóndito sector del sur de Chile a una zona de interés turístico (ZOIT). El auge de Cochamó ha contribuido enormemente al mejoramiento de la calidad de vida de quienes viven en torno a este lugar, por lo que es de esperar que en unos pocos años pueda estar también bajo alguna categoría de protección mayor.

Tenemos un problema

La Campana ©David Valdés
La Campana ©David Valdés

La huella dejada por estas expediciones no sólo ha quedado plasmada en la toponimia de estos lugares (campamentos italiano, chileno, neozelandés; laguna Duff; villa Monzino, etc.), sino que ha contribuido con algo más que un granito de arena al conocimiento del territorio y la puesta en valor de la montaña. En estos días, esta misma comunidad juega un rol activo en la promoción de la creación de nuevas áreas silvestres protegidas, celebra sinceramente cada vez que ello se concreta y es una de las primeras voces de alerta cuando se afecta el patrimonio natural. Sin embargo, desde hace un tiempo, la relación simbiótica entre deportistas y áreas silvestres protegidas se ha ido enfriando. Con el falaz argumento de la seguridad, se ha comenzado a restringir cada vez más la actividad deportiva dentro de ellas.

Cuando comencé en el montañismo, hace poco menos de 20 años, mi profesor del curso básico nos llevó a aprender técnicas invernales dentro del Monumento Natural El Morado. En la actualidad, poder practicar allí mismo y en pleno julio es (casi) imposible. Algo parecido ocurre en el Parque Nacional La Campana, donde está prohibido hasta septiembre visitar la cima del cerro por su sencilla ruta normal. Ni pensar en pedir autorización para poder escalar la pared de granito que posee.

Lo ejemplos se replican a la vuelta de la esquina de la capital de Chile. La cuenca del río Colorado en la Región Metropolitana, tan bullada en estos días, tiene dos grandes sectores: el cajón del río Olivares, el cual se encuentra protegido bajo la figura de un Bien Nacional Protegido y la zona del volcán Tupungato y río Museo, que no lo está. Para poder acceder a las grandes montañas de la cuenca del Olivares, el Ministerio de Bienes Nacionales sólo otorga un permiso de 5 días, el cual resulta ser completamente insuficiente para tener alguna chance de subir sus montañas (que requieren cerca del doble). Estas limitaciones no existen en la zona sin protección, la cual posee montañas de similar o mayor dificultad.

Aproximación al volcán Puntiagudo, PN Vicente Pérez Rosales ©David Valdés
Aproximación al volcán Puntiagudo, PN Vicente Pérez Rosales ©David Valdés

Las restricciones no sólo afectan al ejercicio puramente deportivo, sino que acotan enormemente las zonas para instrucción. ¿Qué incentivo tendría una persona en invertir en capacitarse en técnicas de mínimo impacto ambiental o de autocuidado, si al momento de visitar algún área protegida la considerarán como un turista más?

El argumento de la seguridad para restringir el acceso sin diferenciar entre turistas y deportistas es una salida sencilla para hacer frente a otros problemas en la administración de áreas protegidas, como la falta de personal, la poca infraestructura, la ausencia de planes de manejo o protocolos de contingencias. Esto devela la falta notoria de recursos económicos para una adecuada gestión, lo que, por cierto, no es culpa de las administraciones.

Una restricción total de acceso a un área protegida podría ser razonable en aquellos días donde son azotadas por frentes de mal tiempo.  No lo es cuando se prohíbe el ingreso durante una época entera, ni tampoco cuando se limita el permiso a una cantidad determinada de días sin un argumento razonable.

Estudios sobre siniestralidad en áreas protegidas muestran que los visitantes que no tienen instrucción son los que más se extravían y sufren accidentes. Estos generalmente ocurren en senderos de baja dificultad dentro de parques o zonas perimetrales a las ciudades (UTEM, 2017; FEDME, 2017).  De ellos, sólo un pequeño porcentaje se podría imputar a personas con instrucción y equipo técnico adecuado. Pero aun considerando todo el universo de excursionistas accidentados, la tasa de siniestralidad se acerca sólo al 0,001% de todos los visitantes de las áreas silvestres protegidas del Estado (ONEMI, 2018; CONAF 2018). Si la muestra se circunscribe solo a montañismo, de acuerdo a estudios de la Federación de Andinismo de Chile (FEACH), sólo el 2% de esos accidentes le suceden a montañistas ligados a clubes federados de montaña.

El tema cobra aún mayor relevancia si se considera que la solución entregada por las autoridades al problema de los accesos pasa por incentivar la actividad en montañas fiscales y la generación de protocolos. El actual proyecto de ley que se discute -duerme- en el Congreso (Boletín N°12460-20), entrega a la autoridad administrativa la generación de un reglamento que regule los pormenores de estas autorizaciones. Si el proyecto tiene suerte y se transforma en ley, habrá que esperar además la publicación de ese reglamento. En el intertanto, las zonas a las que hoy se pueden acceder, pasarán a un estatus de prohibición de acceso mientras no se encuentre vigente la norma, la que –dicho sea de paso–, podría salir bastante tiempo después de promulgada la ley y quien sabe con qué contenido.

Algo parecido podría pasar con la creación de protocolos para áreas específicas. La redacción seguramente será asignada a algún empleado público que no tiene por qué saber las diferencias entre la actividad turística, deportiva o científica. La tónica será un protocolo con requisitos generales, sin discriminación entre actividades, o bien, con exigencias difíciles de cumplir o poco realistas considerando la actividad deportiva. Ya sabemos el resultado de ello: una ley o protocolos de acceso deficientes, donde lejos de ayudar a resolver el problema podrían restringir aún más el terreno para la práctica de los deportes ligados a las áreas silvestres protegidas.

Una posible solución

Filo cumbrero de la Sierra Velluda, PN Laguna del Laja ©David Valdés
Filo cumbrero de la Sierra Velluda, PN Laguna del Laja ©David Valdés

Es importante reconocer que las áreas silvestres protegidas no sólo tienen como objetivo la conservación y preservación del patrimonio natural, sino también contribuyen al desarrollo espiritual de los individuos. Este objetivo secundario debería quedar plasmado al menos en los instrumentos de gestión de cada una de ellas. En la dimensión operativa, los protocolos de acceso debiesen ser confeccionados con la asesoría de personas u organizaciones expertas, de modo que gocen de legitimidad social, aplicación práctica y no produzcan efectos no deseados, como desincentivar la capacitación o producir un aumento en el acceso furtivo a estas áreas.

Para alivianar el trabajo de los guardaparques en cuanto a discernir quién tiene o no instrucción y experiencia adecuada, así como también para evitar arbitrariedades, suspicacias y delimitar las responsabilidades de los involucrados, podría tenerse un sistema único de acceso a través de una licencia que señale el nivel de competencia del titular. El sistema de licencias no es nada nuevo. Se ocupa en otros países en el ámbito de la montaña y, aunque con otro enfoque, también en Chile para la pesca deportiva y recreativa (ley N° 20.256).

En lo que atañe al montañismo nacional podemos encontrar algunos ejemplos, como la credencial federativa de vigencia anual que entrega la FEACH. Este instrumento además de tener un seguro asociado da cuenta del conocimiento técnico del titular. Para poder obtenerla, no solo es requisito estar afiliado a un club de montaña federado, sino que además se debe contar con cursos básicos con nociones de mínimo impacto, primeros auxilios y orientación geográfica.

Sin embargo, hoy día la credencial no es un documento que asegure el acceso a todas las áreas protegidas públicas, ni menos a terrenos fiscales o privados. Entre otras causas, esto ha contribuido a que haya ido decreciendo el interés de federarse y sean aún menos aquellos que renuevan la credencial todos los años.  Hablamos, por lo bajo, de un universo de 40.000 montañistas nacionales de los cuales sólo cerca del 1% la solicita anualmente.

©David Valdés
©David Valdés

Con el ánimo de contribuir al esfuerzo de protección del patrimonio natural, se podría acordar que un porcentaje de lo que se obtiene por renovación de credenciales vaya directamente a un fondo de protección ambiental para realizar proyectos dentro de las áreas protegidas. En este aspecto, estudios recientes demuestran que, a escala local, los clubes de deportistas que se han involucrado en la gestión de la conservación del patrimonio ambiental han cumplido una labor más efectiva que las grandes ONG’s ambientales (Schild, 2019).

Los montañistas, escaladores, y exploradores no son enemigos de la conservación. Muy por el contrario, colaboran promoviendo las buenas prácticas, participan como voluntarios en rescates de accidentados o en búsqueda de extraviados, podrían, incluso, ser un eficaz grupo de cooperación para el trabajo de los guardaparques y la gestión de las áreas silvestres protegidas.  Las posibilidades de colaboración son múltiples y muy variadas, por lo que solo queda sentarse a la mesa y conversar sin medios ni tapujos.

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