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Comenzó el invierno en el hemisferio sur: Los ciclos y tiempos en la naturaleza desde el mundo indígena
El momento en que el hemisferio sur alcanza su punto más alejado del Sol es conocido como el solsticio de invierno. Este suceso astronómico ha tenido diversas significaciones y un distintivo valor para los pueblos indígenas. El texto, escrito por Claudio Alvarado Lincopi, historiador y doctor en Arquitectura y Estudios Urbanos, investigador del área de curaduría y coordinador de debates interculturales del Museo Chileno de Arte Precolombino, explora este fenómeno en torno a las nociones de tiempo, filosofía y política.
Durante estos días, en el hemisferio sur del mundo, acontece el solsticio de invierno: el momento en que el sol detiene su curso antes de comenzar su retorno. La palabra “solsticio” significa literalmente “sol quieto” en latin, aludiendo a esta pausa perceptible en el cielo. Los mapuche hablan de Wiñol Tripantu, el “retorno de sol». Este fenómeno astronómico ha sido interpretado por diversos pueblos indígenas americanos como un intervalo denso en sentidos y relaciones, donde se reorganiza la experiencia del tiempo y se renuevan los vínculos con las múltiples vidas existentes. Este texto parte desde este fenómeno para proponer una reflexión sobre el tiempo como problema filosófico y político. ¿Qué posibilidades humanas nos clausura el tiempo homogéneo y lineal? ¿Qué magnitudes podemos encontrar en un tiempo vivido en articulación con el espacio habitado? ¿Cómo reimaginar nuestras temporalidades desde la profundidad americana?
El tiempo como problema filosófico y político
En buena parte del pensamiento moderno, el tiempo ha sido entendido como una línea continua y ascendente: una trayectoria que avanza desde un pasado superado hacia un futuro prometedor, guiada por la noción de progreso. Esta concepción ha modelado profundamente nuestras instituciones, lenguajes y políticas de desarrollo. Sin embargo, desde la propia tradición filosófica moderna, voces como la de Walter Benjamin advirtieron tempranamente que esta linealidad no es neutra ni inevitable. En sus Tesis sobre la historia (1942), Benjamin propone pensar el tiempo como una serie de interrupciones y pliegues, “cepillar la historia a contrapelo”, decía el filósofo. Un modelo epistemológico donde el presente puede interrogar y rearticular el pasado-futuro. Su crítica no niega las aspiraciones transformadoras de la modernidad, pero sí cuestiona su forma dominante: la que identifica la noción de desarrollo exclusivamente con acumulación y progreso.
Hoy, en medio de las crisis sociales, climáticas y geopolíticas que vivimos, resulta urgente imaginar otras formas de desarrollo humano. Uno que despierte zonas más allá del ascenso lineal y acelerado, y se configure como búsqueda de nuestras potencialidades colectivas. Un tiempo menos evanescente y más vivible para la experiencia humana. Desde esta perspectiva, ciertas tradiciones indígenas americanas —leídas no como vestigios arcaicos sino como racionalidades activas— ofrecen mapas temporales que, sin negar una experiencia compartida del tiempo, desafían la hegemonía del modelo lineal. Lejos de habitar un “otro tiempo”, estas racionalidades intervienen en el presente y amplían el horizonte de lo pensable. En ello radica su potencia crítica y su actualidad.
En este contexto, el solsticio de invierno, celebrado en distintas regiones de América mediante ceremonias como el Wiñol Xipantü o el Inti Raymi, puede ser leído no solo como un evento astronómico o ritual, sino como un momento filosófico y político. Un intervalo temporal de suspensión y renovación, en que la naturaleza (como totalidad extra-humana) y los seres humanos se reencuentran y dialogan; una experiencia del tiempo compleja y densa, muy lejosa contrapelo de la homogeneidad vacía y acelerada del tiempo lineal. Este texto propone explorar esa figura —el solsticio de invierno— como punto de partida para pensar el tiempo desde otras coordenadas, a partir de una racionalidad americana que articule ecologías, memorias y transformación.


La pregunta por el tiempo vivido
Frente a la idea de un tiempo lineal, incesante y orientado hacia un fin, distintas tradiciones de pensamiento en América han desarrollado formas de comprender el tiempo como un tejido de retornos, pausas, reinicios y transformaciones. En este enfoque, el tiempo no es una trayectoria homogénea y acelerada, más bien se experimenta como una red de vínculos entre seres humanos, territorios, cuerpos celestes y experiencias históricas. La línea recta se bifurca, adquiere la vitalidad del mundo; los seres humanos en un entramado cuántico de posiciones, sentidos y orientaciones.
La noción andina de pacha —compartida por los pueblos quechua y aymara— ilustra esta perspectiva. En pacha, tiempo y espacio no están separados; conforman una unidad relacional difícil de imaginar para el binarismo del progreso. El tiempo es aquí una experiencia situada, inscrita en los ciclos del mundo habitado y experimentado, en los desplazamientos estacionales, en los gestos colectivos de coordinación y cuidado. Como ha demostrado el etnohistoriador José Luis Martínez (2020) en su estudio sobre los keros (vasos ceremoniales) coloniales, incluso la representación visual andina articula pasado y presente sin una jerarquía temporal, desafiando la secuencia cronológica, una yuxtaposición de tiempos sincrónicos y diacrónicos, donde el pasado no deja de acontecer; un presente inscrito bajo múltiples pasados no coetáneos, como diría Ernst Bloch.
En la lengua aymara, el pasado (nayra) se asocia a lo que está por delante, a lo visible y experimentado; el futuro (qhipa), en cambio, se sitúa detrás, como una carga que acompaña sin definirse plenamente. Esta disposición temporal propone una forma de orientación donde el presente se vuelve el espacio desde el cual se entretejen memoria y posibilidad. Como señala Silvia Rivera Cusicanqui (2018), el tiempo no se organiza como una línea, sino como un palimpsesto donde hebras de distintas épocas coexisten y se activan en función del tejido común en su devenir. Anticipar, en este marco, exige proyectarse hacia lo incierto desde una mirada sobre lo vivido, y así orientar con atención el curso de lo que viene.
Por otra parte, en el pensamiento maya clásico, el tiempo se despliega como un entramado de unidades con cualidades propias, donde cada momento encarna una singularidad irrepetible. Estas unidades se organizan a través de sistemas calendáricos que entrelazan ritmos astronómicos, energías extra-humanas y acontecimientos históricos propiamente humanos. Lejos de concebir el paso del tiempo como simple sucesión, la temporalidad maya activa una sensibilidad atenta a la densidad del instante. El calendario tiene interrupciones y bifurcaciones que corroen la repetición mortífera, ofreciendo un marco para leer la coyuntura y actuar en consecuencia. Así, la temporalidad no es un fondo continuo y vacío, tiene más bien una condición viva de interpretación y mediación transtemporal (Voss, 2015).
En la cultura mapuche, el tiempo se expresa a través de referencias naturales: el sol, la luna, el agua, las estaciones. Como ha señalado Elisa Loncon (2019), esta temporalidad está organizada por el principio de newen, entendido como una energía en constante interacción en una totalidad compleja y rizomática. Esta concepción no excluye la individualidad, articula a las personas dentro de un entramado de relaciones: con otros seres humanos, con el paisaje habitado, con la historia vivida y contada. Vivir el presente, desde esta perspectiva, implica asumir una forma de coexistencia relacional: una ética de atención a las condiciones materiales y ecológicas que hacen posible la vida.
Estas racionalidades, desde mi punto de vista, no son incompatibles con el pensamiento moderno; por el contrario, pueden enriquecerlo. No se trata de recuperar formas culturales como si fueran sistemas cerrados y particulares, sino de reconocer en ellas modos de comprensión temporal que pueden contribuir a reformular nuestras propias ideas de desarrollo, acción colectiva y responsabilidad ecológica. En tiempos de crisis climática y agotamiento de los imaginarios, donde lo distópico parece la única posibilidad, estas formas de inteligir el tiempo se abren a temporalidades más atentas y relacionadas a las condiciones que sostienen la existencia.
El solsticio de invierno como figura filosófica y política
En el hemisferio sur, el solsticio de invierno —que ocurre entre el 20 y el 24 de junio— marca el punto de máxima oscuridad del ciclo solar, cuando la noche alcanza su mayor duración y comienza lentamente el regreso de la luz. Para diversas sociedades indígenas americanas, este momento ha sido entendido como una pausa que permite reorganizar la experiencia del tiempo, abrir procesos de renovación colectiva y fortalecer los vínculos entre individuos, comunidades y entornos.
En lugar de funcionar como un evento excepcional, el solsticio organiza un calendario filosófico: marca el inicio de una nueva disposición hacia la vida común. La noche más larga se vive como umbral reflexivo, como punto de inflexión donde detenerse, mirar, escuchar, preparar. Esta suspensión del tiempo tiene valor en sí misma: es pensar más allá del mandato de productividad, en atención a la subjetividad relacional que nos constituye indefectiblemente. Lo que se interrumpe y renueva no es el tiempo en abstracto, sino un cierto modo de habitarlo.
En el mundo andino, la celebración del Inti Raymi —históricamente vinculada al ciclo solar— articula esta transición mediante prácticas colectivas que implican ofrendas, desplazamientos territoriales, gestos comunitarios y narraciones compartidas. Acciones que instauran un tiempo denso, donde los vínculos sociales se actualizan y se proyectan hacia un nuevo ciclo. El tiempo fluye y se pliega sobre sí mismo, rearticula el presente desde un retorno que prefigura. Un camino al futuro tomando un atajo por el pasado, poniendo en tensión toda literalidad patrimonializante; memoriografía lo llama para otro contexto la historiadora María Angélica Illanes.
En el sur de Chile y Argentina, el Wiñol Xipantü ofrece una disposición similar. Esta fecha, además de conmemorar un evento solar que articula un conocimiento temporal y estelar de carácter hemisférico, propone una secuencia de acciones orientadas al fortalecimiento de las relaciones familiares y comunitarias, la transmisión de conocimientos intergeneracionales, la renovación del compromiso ético con el entorno, entre otras posibilidades filosóficas y éticas. Su lógica es conmemorativa y vivificante. El tiempo se convierte en un recurso para la coordinación social y ecológica, más que en un mero fondo sobre el cual se proyectan actividades. Un llamado colectivo para el florecimiento de la vida.
La singularidad del solsticio en estas tradiciones reside en su capacidad de interrumpir la cotidianidad del tiempo. Y en esa interrupción se abre un tiempo disponible a la reflexión, a la historia y al porvenir relacional de lo humano. Esto, desde nuestro punto de vista, no debería ser tratado como idealización de lo cíclico como opuesto a lo moderno, se trata de reconocer que hay momentos en los que la historia requiere detenerse, asumir el espesor de lo vivido, escuchar lo que aún no ha sido dicho, recordar lo pensado por otras generaciones, y sólo entonces recomenzar. Esta disposición tiene implicancias políticas: propone otra relación con el futuro, no como destino cerrado ni como promesa ilimitada, sino como campo de posibilidad condicionado por las ecologías y las memorias acumuladas.
Como ha planteado el ensayista Pablo Oyarzún, el pensamiento histórico requiere precisamente de estas interrupciones: no de una linealidad sin fricciones, sino de una disponibilidad crítica del presente, capaz de detener el curso automático de los acontecimientos para reabrir la experiencia como pregunta. En esa suspensión no se detiene el tiempo: se intensifica su espesor, se amplía su potencia. Es en este tipo de presente —denso, demandante, abierto— donde se configura una relación más lúcida con el pasado y una imaginación más reflexiva del porvenir (Oyarzún, 2018). Este gesto de interrupción también puede pensarse como un problema de ritmo, entendido por fuera de la repetición mecánica, y más cerca de la capacidad de recomponer una secuencia significativa entre momentos dispares, de hilvanar afectos, memorias e ideas a través de pausas, intensidades y silencios (Vergara, 2022).

Evitar el folclor exotizante: entre crítica y relativismo
En años recientes, celebraciones como el Wiñol Xipantü o el Inti Raymi han comenzado a ocupar un lugar más visible en calendarios culturales, escolares e institucionales. Sin embargo, esa visibilidad no está exenta de tensiones. Muchas veces, estos eventos son abordados desde una lógica folclorizante, que los convierte en representaciones congeladas de una identidad “ancestral”, aptas para ser exhibidas, pero no para ser pensadas. Se los reduce así a expresiones culturales fijas, ajenas a los dilemas contemporáneos, reafirmando la idea de que los pueblos indígenas viven en un “otro tiempo” paralelo al mundo moderno. Esta forma de reconocimiento, más cercana a la tolerancia estética que a la comprensión crítica, impide ver el espesor político y epistemológico que estas prácticas contienen.
Una de las tensiones que atraviesa cualquier intento de pensar otras formas de temporalidad es el riesgo del relativismo ingenuo. En nombre de la diferencia cultural, la antropología ha tendido muchas veces a describir las temporalidades indígenas como si se tratara de mundos paralelos, ajenos a toda posibilidad de comparación. Alfred Gell (1992) ha mostrado con agudeza las limitaciones de esa perspectiva. Según su crítica, el error del relativismo cultural en los estudios del tiempo no radica en reconocer la diversidad de prácticas y representaciones temporales, sino en suponer que cada cultura habita una ontología temporal cerrada, como si existieran “otros tiempos” tan radicalmente distintos que no compartieran siquiera las condiciones básicas de la existencia humana.
Desde esta perspectiva, los pueblos indígenas han producido formas específicas de organizar la experiencia temporal. Lo que varía no es la existencia del tiempo, sino los mapas culturales que lo interpretan y activan. Gell defiende que hay una continuidad estructural entre todas las sociedades humanas en cuanto a la experiencia del cambio, la secuencia, la duración o la expectativa. Pero esa experiencia se convierte en forma social solo cuando es representada y vivida: en calendarios, conmemoraciones, relatos, tecnologías, silencios. Las culturas no inventan otros tiempos, construyen modos distintos de significar y gobernar la relación entre pasado, presente y futuro.
Este matiz es crucial para evitar la idealización del tiempo indígena como “el otro absoluto” del tiempo cronológico. Las formas temporales de las sociedades americanas no son reliquias de un mundo perdido, sino prácticas históricas que han sido construidas en relación —y en tensión— con la colonización, el Estado, el mercado y el calendario global. Por eso mismo, pueden aportar claves para reformular nuestras propias coordenadas temporales, sin caer en una mitología del retorno ni en la romantización de la alteridad.
En este sentido, las celebraciones del solsticio de invierno, como el Wiñol Xipantü o el Inti Raymi, provocan una forma distinta de construir el presente. Generando momentos de interrupción, de memoria activa y de reorganización del vínculo entre lo humano y su entorno, estas fechas articulan un mapa temporal que, aferrándose a la transformación y renovación del mundo, habilita un tiempo invernal de pausa y diálogo reflexivo con la naturaleza. Su vigencia no reside en la fidelidad a una tradición intemporal, más bien su capacidad reside en actualizar un modo de pensar y practicar el tiempo que desafía el mandato de la aceleración lineal y el progreso ilimitado.
Pensar desde América, en este contexto, no implica trazar fronteras temporales entre “nosotros” y “ellos”, implica reconocer que el tiempo también ha sido campo de disputa y campo de posibilidad. El gesto más radical es reconocer la existencia de otros mapas temporales, otras formas de vivir el tiempo, que podemos aprender de ellas sin convertirlas en emblemas de lo exótico, y edificar desde allí otros campos de imaginación para vivir la realidad del tiempo. En fin, frente al agotamiento del tiempo homogéneo y lineal, pluralizar las formas de temporalidad es también pluralizar las formas en cómo se puede experimentar la existencia humana.
Pensar el tiempo, imaginar futuros
Pensar el tiempo no es un ejercicio abstracto ni una especulación metafísica: es una forma de intervenir en el presente. Las formas en que nombramos, organizamos y experimentamos el tiempo definen nuestros modos de actuar, de planificar, de vincularnos con la historia y con el porvenir. En ese sentido, cuestionar la hegemonía del tiempo lineal, homogéneo y acelerado implica comenzar a pensar la experiencia humana en su realidad compleja y relacional.
Las racionalidades indígenas americanas —diversas entre sí, pero coincidentes en su atención a los ritmos y las relacionalidades— están lejos de ser meras huellas del pasado ni sistemas alternativos encerrados en sí mismos.. Son modos activos de comprensión del mundo que dialogan con los dilemas contemporáneos: la crisis ecológica, el agotamiento de los modelos de desarrollo ilimitado, la saturación de las promesas del progreso.
El solsticio de invierno, en este contexto, aparece como una figura densa. Interrumpe entre fríos y lluvias la continuidad del calendario, instalando emergentes preguntas por el sentido del tiempo y por los modos de recomenzar. Por cierto, este último elemento no emerge desde un afán conservador, es imaginar desde ritmos que articulan la continuidad y el cambio. Esa pausa —tan lejana a la lógica de la productividad sin fin— puede ser también una estrategia para sostener la vida colectiva: una manera de sostener los vínculos, de cuidar lo común, de imaginar otros horizontes.
Si aceptamos que el tiempo no es una línea única, sino un entramado de ciclos, bifurcaciones y posibilidades, entonces también debemos aceptar que el futuro no está dado. Se construye. Y en esa construcción, las memorias políticas, los ritmos de la naturaleza y las experiencias colectivas son condiciones de posibilidad, y no obstáculos para una abstracta aceleración infinita. Pensar desde América, en clave plural y relacional, puede ayudarnos a imaginar una modernidad distinta: menos ansiosa por acumular, más proclive a sostener y expandir lo vivible.
Bibliografía
Benjamin, W. (2008 [1942]). Tesis sobre la filosofía de la historia y otros fragmentos. México: Editorial Itaca.
Bloch, E. (2006). Herencia de este tiempo. Madrid: Editorial Tecnos.
Gell, A. (1992). The Anthropology of Time: Cultural Constructions of Temporal Maps and Images. Oxford: Berg.
Illanes, M. A. (2023). La batalla de la memoria. Santiago: Historiográfica Editorial
Loncón Antileo, E. (2019). “Una aproximación al tiempo, el pensamiento filosófico y la lengua mapuche”. Arboles Y Rizomas, 1(2), 67-81. https://doi.org/10.35588/ayr.v1i2.4087
Martínez C. J. L. (2020). “Tiempos cristianos y tiempos andinos en las crónicas coloniales y los qeros”. Revista Española de Antropología Americana, 50, 81-102. https://doi.org/10.5209/reaa.71746
Oyarzún, P. (2016). “El poder y la gloria, el deseo y la muerte”. Revista De Teoría Del Arte, (10), p. 9 – 21. https://revistateoriadelarte.uchile.cl/index.php/RTA/article/view/40111
Rivera Cusicanqui, S. (2018). Un mundo ch’ixi es posible. Buenos Aires: Tinta Limón.
Vergara, J. I. (2022). “Lección de barro y la antropología del ritmo”. Boletín de la Sociedad Chilena de Arqueología, 52, 129-138, https://doi.org/10.56575/BSCHA.05200220725
Voss, A. (2015). “La noción del tiempo en la cultura maya prehispánica”. LiminaR, 13(2), 38-52. http://www.scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1665-80272015000200004&lng=es&tlng=es.