—Nací al borde del río Mapocho y a las pocas horas me llevaron a la casa de mis padres. Era una casita de adobe al lado de una enorme acequia en una Florida completamente rural; un universo de caminitos de tierra, chacras, bosques y lagunas. Yo crecí ahí hasta que tuve nueve años, entonces yo creo que me arrullaba el sonido de esa gigantesca acequia y los cantos de los sapitos.

Cecilia Vicuña (75), poeta y artista chilena, hace un pequeño viaje al pasado a la casa de su infancia y aquellas cosas de su entorno que la cautivaron y, de alguna forma, han sido parte importante de su obra. Está sentada desde su hogar en Nueva York, haciendo un flashback mientras toca su largo y canoso pelo, sin desviar la mirada a la cámara. Continúa:

—Yo creo que mi primer acercamiento a lo que occidente llama la naturaleza fue ese sonido, por una parte, y la luz. He escrito poemas en los que recuerdo ser un bebé en la cuna y ver la luz que se filtraba. Dentro de esa luz, viajaban motitas de polvo iluminadas como si fueran las estrellas de una galaxia.

Inauguración exposición Sonar el agua: una retrospectiva al futuro (1964-). Foto Mario Ruiz
Inauguración exposición Sonar el agua: una retrospectiva al futuro (1964-). Foto Mario Ruiz

Al hablar de la luz, Cecilia mira y señala hacia arriba, hablando con un tono ligero, profundo y pausado. Conversar con ella es como estar en un mundo de recuerdos, que la han transformado en una reconocida artista, poeta, cineasta y activista, con un trabajo que, según su misma página web precisa, “aborda preocupaciones apremiantes del mundo moderno, incluida la destrucción ecológica, los derechos humanos y la homogeneización cultural”.

Ella proviene de una familia de artistas, en la que su bisabuelo, Carlos Lagarrigue, y abuela, Teresa Lagarrigue, eran escultores, mientras que su abuelo paterno, Carlos Vicuña, escritor. Para Cecilia dedicarse al arte fue su forma de fluir. Ingresó a estudiar arquitectura en 1966, pero se cambió a estudiar arte ese mismo año, en la Universidad de Chile. Desde entonces, fundó el colectivo el Tribu No, además de realizar diversas obras y exhibiciones, para dejar Chile e irse a estudiar a Londres 1972.

Reuniendo estos 60 años de trayectoria, Cecilia inauguró su exposición Soñar el agua. Una retrospectiva del futuro (1964-)”, que cuenta con más de 200 piezas, y toma como punto de partida, según explica el Manuel López, el curador, “la justicia ecológica y la urgencia de responder ante la destrucción del planeta, manifestada en la desertificación de la tierra, los incendios en los bosques y la desaparición de los glaciares”.

Y este es un pequeño viaje al inicio de todo.

La necesidad de generar conciencia

La madre de Cecilia tenía la opinión de que la ropa le hacía mal a los niños. Apenas hacía algo de calor, ella los incitaba a sacarse los zapatos y jugar al aire libre. Para Cecilia, esa crianza fue “un gran don” ya que les hizo entender desde pequeños que entre ellos y todo lo que los rodeaba (insectos, animales o plantas) había solo un cuerpo. Es decir, todos eran naturaleza.

Cuando era una adolescente (a mediados de los 60’), leyó en la Enciclopedia Barsa, sobre la reunión del Club de Roma, que es un grupo de científicos y expertos de distintas áreas que discuten sobre desarrollo humano y sostenibilidad global. Ellos alertaban ya desde el cambio climático, anunciando que el planeta corría peligro. “Ahí comprendí que el único trabajo que realmente importaba era hacer conciencia, sentir esa muerte anunciada”, comenta Cecilia.

Cecilia Vicuña Anteojos para ver la verdad, 1975/2016 Serigrafía Colección Cecilia Vicuña Fotografía: Romina Díaz
Cecilia Vicuña Anteojos para ver la verdad, 1975/2016 Serigrafía Colección Cecilia Vicuña Fotografía: Romina Díaz

Así, a sus 16 años, Cecilia ya inició su trabajo poético escrito y performático, sin dejar de lado nunca el incorporar alguna temática ambiental. Por esos años creó el concepto del arte de “lo precario”, materializando pequeñas obras escultóricas a partir de desechos, como cosas creadas para desaparecer en lo natural. A eso sumó los “quipus” —inspirados en antiguos sistemas de codificación de información y comunicación utilizado por los quechua—, como una forma “de escuchar un silencio antiguo esperando ser escuchado”.

—Buscabas hacer conciencia desde un tiempo donde tampoco se hablaba mucho de temas como el cambio climático.

—Bueno, fíjate lo poco que se habla ahora, imagínate la nada que se hablaba en ese tiempo. Pero había indicios. Por ejemplo, yo estudiaba en el liceo Manuel de Salas y teníamos un profesor de geografía que nos hablaba de la desertificación de Chile y nosotros eso lo podíamos ver. Mi papá era un gran explorador y prácticamente todos los fines de semana nos llevaba a los cerros, al mar o a un pueblito remoto. Siempre andábamos en caminos inverosímiles. Tengo el recuerdo de haber estado en las selvas que había entre Santiago y la costa. Este año se incendió la última que quedaba, que estaba en Zapallar. Me acuerdo que mi papá paraba el auto y nos soltaba a nosotros, a los niños, en estas selvas húmedas en medio del desierto. Y toda esa región del norte de Santiago ya era desértica cuando yo era niña. Entonces encontrar selvas en la quebrada era algo absolutamente deslumbrante. Tú caminabas en un suelo mullido de miles de hojas y oscuro, porque eran árboles tan grandes. Entonces tengo ese recuerdo que parece un cuento de hadas. Creo que los últimos niños que experimentaron esa selva existieron hace unos 15 o 20 años atrás.

¿Tú crees que fuiste innovadora al momento de incorporar estos sentimientos en relación con la naturaleza y medioambiente en tu obra?

—Yo no me lo planteaba así. Era una niña muy educada, en el sentido de que, en las casas de mi familia, existían unas bibliotecas inmensas. Yo era una niña que leía todos esos libros de arte y sabía que en el arte lo que tenía significado, era lo que no se había hecho, antes que repetir y copiar. Cuando nació el arte precario, supe que era otra forma de hacer arte. Entonces no era que yo pensara que era innovador, sino que yo sabía algo todavía mucho más profundo: que era necesario. Eso era mi motor.

—¿Cómo explicarías tú el vínculo entre arte y medio ambiente?

—Hay una sensibilidad humana profunda en la cual tú, por ejemplo, ves a los niños responder como una esponja a todo a su alrededor, a los sentimientos de las personas. Responden y vibran con una intensidad extraordinaria. Bebés recién nacidos ya saben leer las emociones de su madre y de los que están a su alrededor. Nosotros hemos recibido una sensibilidad excepcional como resultado de nuestra evolución de millones de años. Sin embargo, vivimos en una cultura en la que eso no tiene valor, sentido, ni importancia ninguna. Entonces, los niños poquito a poco son enseñados a no sentir o decidir que no sienten lo que sienten.

Entonces, el significado que tiene trabajar una dimensión en que el arte conecta con el medio ambiente, es recuperar una dimensión humana profunda que siempre estuvo ahí, excepto en nuestra cultura occidental, que ha decidido que el único valor que importa es la plata. Eso está destruyendo el planeta, porque este siente y eso es lo importante. Lo que yo comprendí desde niña es que tú no sientes a la tierra, sino que la tierra te siente a ti. Cuando comprendes que es un intercambio, cambia todo, porque te hace responsable, te hace partícipe y te das cuenta de que tu forma de participar es totalmente creativa.

Cecilia con hongo. David Fenster
Cecilia con hongo. David Fenster

—Este vínculo entre medio ambiente y arte, sobre todo en tu obra, también tiene una mirada política, inevitablemente. ¿Entonces, cómo la política también se va mezclando con estos dos conceptos?

—Para mí la política siempre fue parte integral de la vida familiar, porque esta fue perseguida por varias generaciones. Aunque yo nací en un período pacífico (1948), había memoria de eso. También había en mi familia la presencia de refugiados de la guerra civil española y de la persecución a los judíos. Me acuerdo de que mis abuelos tenían un cenáculo, que es una ocasión en que, en torno a la comida, se hace una reunión en que se conversa, discute, habla y se debate durante cinco, seis o siete horas. En ese cenáculo escuchabas las historias y las peleas políticas. Esa fue mi educación política: saber que muchos de los que eran exiliados lo eran porque habían peleado por la justicia. Entonces, esa entrega al valor de la justicia era el valor máximo de una familia. Entonces para mí la política no es una cuestión ideológica, sino de derecho civil, de derecho humano, de dignidad.

—Cuando uno lee tu nombre con relación a tu obra, la palabra ecofeminista es algo que se repite en muchos lados. ¿Qué es para ti este concepto? ¿Te consideras ecofeminista?

—Este fue un título creado por un francés mucho después de que ya existieran como yo, miles de mujeres artistas que estaban involucradas en el amor a la Tierra, su cuidado y en la transformación de la conciencia. Eso fue un movimiento que sucedió yo creo que espontáneamente a partir de fines de los 50’ y comienzo de los 60’ en todo el mundo. El título de ecofeminismo fue creado en Francia y, como todos los títulos y categorías que se crean en el primer mundo, rápidamente pegan. En cambio, por ejemplo, una categoría creada en Sudamérica, como yo creé el Arte Precario, se considera irrelevante. El arte precario es una categoría ecológica, política, humana y estética, pero enraizada en el pensamiento amerindio. Es muy interesante que las categorías europeas sirven y la categoría amerindia no, eso es colonialismo. Muchas personas me dicen que no permita que me llamen ecofeminista, pero ya no es cuestión de decir si soy o no soy, lo importante es que se comprenda cómo las categorías también son colonizadoras.

La cosmovisión de los pueblos y la necesidad de fomentar el arte

Hace unas semanas, Cecilia figuraba en medio del quipu menstrual (la sangre de los glaciares) empezando su performance para la inauguración de “Soñar el agua: una retrospectiva al futuro (1964-)”. Con cantos, movimientos, sonidos y artefactos ancestrales, Cecilia se situó entre las rojas fibras de tela de su obra y cautivó a todos los asistentes. Su cantar y tejer, evocan a la tradición chamánica, fiel reflejo de su trabajo, que surge también del patrimonio valórico de los pueblos originarios y la crítica a la colonización.

—Tu trabajo también tiene un vínculo con los pueblos originarios, su relación con el medio y el tema de la descolonización. ¿Por qué crees que es tan importante hablar de esto actualmente en el arte y cómo ha sido también tu proceso de aprendizaje para poder desarrollar esto?

— Lo aprendí de mi mamá. Ella es fan del jardín y conversa con las plantas y los grillos. Ella existe así. Cuando empecé a leer literatura indígena todavía en el liceo, tenía como 15 años, en el 64’. En los años 50’ hubo una explosión de descubrimientos de los intelectuales latinoamericanos, de la literatura oral indígena. Había unas ediciones absolutamente deslumbrantes de poesía en náhuatl, guaraní, quechua, así también descubrí la poesía mapuche. Para mí todo eso sucedió muy rápido. Entonces aprendí de la poesía, no de la teoría. Creo que eso es bien importante porque la poesía es visceral. La poesía está conectada con los sueños, con los poderes que transforman el mundo. La teoría es importante, pero es intelectual y moviliza hasta cierto punto a las personas. Creo que lo que se concibe como la cultura ahora, 50 años después del golpe, es como un reducto, un espacio en el que participan pocas personas. En cambio, en los 50’ y 60’ es lo que se llamaba la cultura popular. Eso significaba que los artistas, no importaba de qué clase social fueran, se juntaban con la cultura que venía desde abajo (…). Esa diferencia, clasista y elitista, que empezó en Chile después del golpe, antes no existía. Entonces yo creo que Chile necesita volver a esa cultura que lo traspasa todo, que va mucho más allá de los partidos y mucho más allá de las ideologías, que va por una movilización del espíritu, del alma y del corazón humano.

Cecilia Vicuña Quipu Semiyo, 2000/2023 Poema en el espacio. Algodón, restos de hojas secas, hongos, palitos, ramas, semillas y raíces de plantas nativas y endémicas de Chile Fotografía: Romina Díaz
Cecilia Vicuña Quipu Semiyo, 2000/2023 Poema en el espacio. Algodón, restos de hojas secas, hongos, palitos, ramas, semillas y raíces de plantas nativas y endémicas de Chile Fotografía: Romina Díaz

—¿Crees que ahora faltan más artistas que hablen de los temas medioambientales?

—Por supuesto. Y sí, hay artistas, hay muchos artistas, sobre todo jóvenes, tanto hombres como mujeres en Chile que están preocupados por el tema. Pero ese arte, como te decía, funciona en un reducto en el mundo de las universidades y los seminarios. Pero eso no es culpa de los artistas, eso es porque desde el golpe hay una desvalorización de la cultura humana, del arte, del pensamiento, de la creación.

—¿Qué se puede hacer para que eso cambie?

—Bueno, tendría que haber una voluntad, un deseo colectivo de que eso se realice y eso tendría que afectar a la educación, los medios de comunicación, a los programas públicos de apoyo y cultura, los programas del Estado. Si tú observas los museos apenas sobreviven. Hace 50 años que no hay fondos, hay becas, pero son escasas y son administradas de una manera que no es exactamente conducente a la exploración de ideas que trabajen en la unión de las esferas, es decir, de la esfera comunitaria con la civil, del pensamiento, de la ciencia. Como que cada uno está en su silo, que es esa idea de que cada grupo de interés está aislado.

—Hace poco inauguraste la exposición Soñar el agua: retrospectiva del futuro. ¿Por qué hay una relación en el título de la exposición con el agua?

—Hay dos cosas. Es muy dramático el hecho de que Chile haya sido designado como el país más contaminado de América Latina, sea campeón en pérdida de biodiversidad y uno de los primeros países del mundo que se va a quedar sin agua. Eso es lo que motiva el título. El hecho de que estas cosas que son tan fundamentales no son tema en Chile (…).  La exposición teje, otra vez, los sueños al agua, los cuerpos que están separados. Esa es la idea de por qué hay un quipu, en verdad por qué hay dos quipus. Está el quipu Semiyo, que la primera vez que lo hice fue en el año 2000. Es un quipu que está dedicado a la desaparición de las semillas nativas de Chile y a los desaparecidos. Nadie habla de la extinción de semillas nativas ni nadie habla de los desaparecidos. Entonces hay esa doble negación del dolor del trauma que vivió en Chile el golpe y del trauma de la destrucción del medio ambiente. Son dos traumas gigantescos y no reconocidos. ¿Entonces, qué se puede hacer frente a esa negación? Se puede soñar, porque la gente desconfía de los discursos ideológicos en este momento. Entonces hay que encontrar otros lenguajes. Y los lenguajes, por lo menos desde mi perspectiva, se sueñan.

Hablando de la semilla, esta ha formado parte importante de ti. Incluso alguna vez propusiste el Día Nacional de la Semilla ¿Cómo te fuiste interiorizando en este tema?

—Eso viene del hecho de que crecí escuchando a mi familia hablar de la diferencia entre la flora nativa y la flora importada. Me estás preguntando algo bien importante que es cómo tomé conciencia.Yo supongo que al darme cuenta de que toda esa flora increíble que es autóctona y endémica de Chile está desapareciendo (…).

Un día yo estaba en un jardín en el cerro Castillo en la casa de una tía y de pronto cayó una semilla en mi mano. Para mí fue como si hubiera caído en cámara lenta. Yo entendí lo que esa semilla era. De ahí viene ese poema que la semilla es una nave espacial. Y en realidad es igualita a las cápsulas de la NASA. Yo he visitado la NASA y he visto estas cápsulas y ¡es increíble que son como un tarrito de lata, pero con la forma de una semilla y ahí se metían los astronautas! Entonces era posible imaginar la semilla como una nave espacial y que dentro de esa nave espacial estaban los bosques futuros (…).

El trabajo que continúa

A lo largo de su trayectoria, Cecilia ha realizado expediciones en prestigiosos museos de Latinoamérica y el mundo, como el Museu de Arte do Río de Janeiro (Brasil), el museo de Arte de Berkeley (EEUU), el Museo Nacional de Bellas Artes (Chile), de Arte General de NYC o el museo de Arte Moderno de Nueva York (EEUU), entre otros, reuniendo cientos de piezas y experiencias. A eso se suman más de 30 libros de arte y poesía, la creación de la Fundación Arte Precario, y el haber recibido una larga lista de prestigiosos premios. Entre ellos, el León de Oro a la Trayectoria en la Bienal de Venecia en 2022.

Y todavía quedan cosas por delante.

Entre ellas, publicará este año varios libros en Chile, Europa y Estados Unidos. Pero para ella, su gran proyecto de vida es “trabajar en mi muerte, preparando cómo hacer accesible el legado para las generaciones futuras. Si es que hay futuro y generación”.

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