Los paraísos (y abismos) submarinos del fotógrafo Eduardo Sorensen
Es uno de los fotógrafos submarinos más reconocidos del país. Tiene más de 30 expediciones científicas en el cuerpo, en océanos tan espectaculares como los de Rapa Nui, islas Desventuradas, Salas y Gómez, la Patagonia y el Archipiélago de Humboldt. Con 15 años de experiencia, Eduardo Sorensen dice que los chilenos todavía vivimos “de espaldas al mar” y que usamos el océano “como un basurero”. En esta entrevista, por primera vez, Sorensen cuenta lo más espectacular -y lo más triste- que ha registrado a través de su cámara. Dale click a cada foto para conocer su historia.
Caía la tarde y el grupo de cinco amigos se había rendido. Habían salido hacía horas de la caleta Chañaral de Aceituno, ubicada en la Región de Atacama, con la esperanza de bucear y fotografiar delfines nariz de botella, una de las especies emblemáticas de la zona, pero no hubo caso: los delfines no se dejaron ver. De pronto, Patricio Ortiz, capitán del Arca de Noé, divisó en los alrededores de Isla Chañaral un soplo y dio una inesperada señal de alerta: “Una ballena minke”, dijo al reconocerla.
Esa ballena minke (Balaenoptera acutorostrata) -el rorcual de menor tamaño: mide hasta 10 metros- le devolvió la vida al grupo. “Primero estaba como a 20 metros del bote y luego se fue acercando hasta llegar a un lado de la embarcación. Estaba aquí», dice el fotógrafo submarino Eduardo Sorensen, y hace un gesto con la mano, como si estuviera en aquella tarde de enero de 2004. Entonces, Sorensen y un amigo se lanzaron al agua en apnea y con cámaras fotográficas. «Se quedó con nosotros mucho rato dando vueltas alrededor del bote, bajaba, subía, pasaba por al lado mío y así unos 40 minutos”, dice Sorensen, quien en ese tiempo usaba cámaras fotográficas análogas. Este no es un detalle menor en la historia.
Sorensen disparó un rollo entero a la minke: 36 fotos. Al otro día, al llegar a Santiago, lo primero que hizo fue encerrarse en un cuarto oscuro y revelar el rollo. “Sentía que podía tener algo especial”, asegura. En la mesa de luz se dio cuenta de que las diapositivas estaban muy oscuras. Una tras otra. Pero con las últimas seis respiró aliviado. Entonces, se puso a buscar fotos de ballenas en Chile y no encontró nada. “Estas pueden ser las primeras fotos submarinas de ballenas en aguas chilenas», pensó. Luego vino una reflexión mayor: “Ante una situación difícil y de mucha presión, con una cámara análoga, pude responder bien. Tal vez tengo pasta para dedicarme a esto…”.
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Eduardo Sorensen (45) empezó a bucear cuando era un adolescente. En la época pre PADI, la opción para obtener licencia era acudir a los cursos que impartía la Armada. Así lo hizo. La fotografía submarina, en ese entonces, no era lo que es hoy. «¡Olvídate! Me acuerdo de que vendían solo una cámara, la Nikonos V, en la tienda de Reifschneider del centro. Yo la iba a ver al Paseo Ahumada, me paraba por fuera de la tienda y la miraba… Valía como un millón de pesos”, recuerda. De ese tiempo, recuerda a pocos especialistas en la disciplina, como el destacado fotógrafo Antonio Larrea o el maestro Alfredo Cea. En ese tiempo, el buceo estaba muy asociado a la caza submarina y el norte grande era algo así como una fábrica de campeones mundiales de esta especialidad.
Ya en sus veintes, una dicotomía se hizo fuerte, ser abogado o dedicarse a ser instructor de buceo. Estaba a punto de titularse, cuando -en 2004- ese encuentro con la ballena minke en Chañaral de Aceituno abrió una nueva posibilidad: la fotografía submarina.
Un segundo hito inclinó definitivamente la balanza. Fue un viaje a Juan Fernández en 2007, cuando ya tenía el cartón de abogado, gracias a una invitación de uno de sus grandes amigos, el biólogo marino Alejandro Pérez Matus. “Empezamos a sacar fotos juntos. Lo admiro mucho, porque conozco su carrera y su esfuerzo”, dice de él. Sorensen cuenta que Alejandro estaba haciendo estudios sobre los efectos de proteger un lugar y en ese contexto viajaron al archipiélago. Esta vez, Eduardo ya tenía una cámara digital.
Sus fotos le gustaron y lo terminaron de convencer. “No eran distintas a las que veía en publicaciones extranjeras, entonces me convencí de que sí podría dedicarme a esto”, cuenta.
Y agrega: “Lo difícil no era sacar fotos, sino qué hacer con ellas después. La fotografía submarina no se aprende en la universidad: nadie te enseña a vender fotos, a arrendarlas o a vivir de ellas. Cómo hacer que eso sea rentable. Ese fue el paso más difícil”.
El dilema se resolvió, en gran medida, gracias a las expediciones científicas de organizaciones como Oceana, Pew o Fundación Meri, y del proyecto Frontera Azul, con su colega y amigo Fernando Luchsinger.
Hoy, luego de casi 15 años dedicados a la fotografía submarina, dice: “Me encanta hacer esto”.
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-¿Qué te gustó del mar?
-Me sentía muy cómodo. Pero, mira, no puedo separar el mar de la sensación que produce volver de un buceo y ver las fotos. Para mí están íntimamente ligados. Si tú me dices “ándate de vacaciones a un lugar donde puedas bucear”, tal vez lo haría, pero me cuesta mucho meterme sin una cámara. Lo que me gusta es salir del agua, sacarme el traje, meterme al computador y ver con qué volví.
-¿Qué te produce eso?
-Es difícil describirlo… Es como una sensación de logro, de misión cumplida. Es un desafío entre lo técnico y lo artístico: ¿Habré vuelto con algo distinto? ¿Habré logrado esa foto que buscaba? Esa satisfacción es indescriptible y te hace volver, volver y volver. Es adictivo.
-¿El mar te entrega opciones de obtener cada vez algo distinto?
-Claro, y eso es muy importante, porque uno tiene esa esperanza. Es como “ahora sí voy a volver con esa foto que no tengo”, “ahora sí que voy a ver eso que no he visto”, o “voy a mejorar esa foto”. Me pasó con el pejeperro: en todos los años que llevo buceando he podido fotografiar pejeperro apenas dos o tres veces, nada más. Entonces cuando fui a Pisagua hace un par de años con Oceana y volví con una foto de pejeperro fue ¡guau!, por fin lo tengo.
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-¿Te sientes el mejor fotógrafo submarino del país?
-No. Es que la fotografía submarina tiene la gracia de que permite que haya mucha gente haciendo cosas distintas y, finalmente, hay un tema de gustos. Uno tiene que asumir que su trabajo no le va a gustar a todo el mundo. Es como cualquier expresión artística. Lo que he tratado de hacer yo es armar un archivo importante y que, a través de la fotografía, la gente que ve el mar en Chile diga: “En realidad este mar que está ahí es bonito, qué ganas de meterme y de ver eso”.
-De alguna manera, ¿te sientes un divulgador científico que aporta a tomar conciencia sobre el cuidado del océano?
-Me encantaría hacerlo y colaborar con eso. Que haya gente que se motive a meterse al agua o a cuidar el océano porque ve las fotos que yo tomo, lo encuentro increíble, pero tengo que reconocer que no es mi motivación principal. Lo que me motiva, en primer lugar, es mejorar mis fotografías constantemente.
-¿Cuál es la foto que más te ha costado?
-Hay sujetos que son difíciles: hacerle una foto a una ballena es complejo. Hacerles fotos a los sujetos que se mueven mucho y que no te dan muchas oportunidades, como un pejeperro, también. Por eso ese tipo de foto normalmente es como una foto registro. Pero la foto más desafiante es la de un sujeto común -una anemona, por ejemplo-, pero mostrándola de una forma en que no se haya visto. Hay una foto que hice en Melimoyu de una anemona retroiluminada, y esa foto gustó mucho porque en realidad nunca me habían mostrado una anemona así. Tengo una foto de un erizo hecha igual: la gente ha visto erizos 10 mil veces, pero así no lo habían visto nunca. Y eso me gustaría hacer con la fotografía: que la gente vea cosas comunes, pero que lo sienta como una algo nuevo, como una propuesta estética.
-¿Cuáles son los mayores impactos negativos que has visto en estos 15 años?
-La Fundación Rewilding Chile (antes Tompkins Conservation, que busca conocer más las especies que viven en el mar de la Patagonia para desarrollar estrategias de conservación) nos encargó hacer registros de lo feo y hace dos meses estuvimos en Puerto Montt y Chiloé. Lo que vimos ahí es un basural, una cantidad de contaminación increíble. Mira, hay mucha contaminación de la industria salmonera, de la miticultura, pero también hay mucha contaminación de la gente, y eso me preocupa más todavía, porque es constatar que el mar se usa como un basurero. Creo que hay que ir a la raíz del problema: esta es una cuestión cultural, los chilenos le damos la espalda al mar. ¿Y cómo lo constatas? Es cosa de ir a muelle, no uno industrial, uno chiquitito, y vas a ver la lata de cerveza, el neumático, la bota de goma y basura plástica, y eso lo he visto en toda la costa de Chile, incluso Juan Fernández o Rapa Nui. Imagínate que cuando fuimos a islas Desventuradas encontramos máquinas de afeitar plásticas bajo el agua. Eso no es contaminación industrial; eso es la gente que tira las cosas al mar. Por eso te digo que se requiere un cambio cultural.
-¿Qué reflexión te produce esa realidad?
-Da pena. Mira, hay dos cosas: una es la impunidad, la gente hace esto porque saben que no les va a pasar nada; y dos, esa contaminación no se ve. Un científico americano, que explicaba la contaminación de las redes fantasmas que quedan en el mar y donde quedan atrapados tiburones, delfines y tortugas, decía: “Si uno pudiera vaciar el mar y viéramos todo lo que hay abajo, sería un escándalo”. Una vez vi un lobo marino con un pedazo de red en el cuello, y ese lobo con suerte va a sobrevivir. Otra cosa que vi en el sur con los trombollitos, que son estos peces que uno ve normalmente en los picorocos, pero viviendo adentro de una lata de cerveza. Imagínate lo que hemos afectado los ecosistemas como para que el nuevo hábitat de este trombollito sea una lata de cerveza. También he visto morenas escondidas en un neumático en Rapa Nui.
-Después de más de 30 expediciones, ¿a qué lugar volverías?
-Si tuviera que jugarme por uno, islas Desventuradas es un lugar donde me encantaría volver a bucear.
-En Salas y Gómez buceaste con tiburones. Dijiste una vez que era adictivo. ¿Por qué?
-Primero, porque son preciosos, son animales hidrodinámicamente perfectos. Te produce algo como: me gusta, pero me asusta. Estos eran tiburones de las Galápagos, o sea, de dos metros, grandotes, y estás con este tiburón en medio del mar y si te pasa algo, no hay nada… No es que te vaya a comer, pero un mordiscón… Y sales del agua preguntando si vas a volver mañana y comentando: “Oye, viste que el tiburón pasó por acá, otro me miró y me pasó por la cabeza…”. Eso es lo que generan esos animales. Adicción.
-Al comienzo contaste lo que te ocurrió en Chañaral de Aceituno. Hoy el Archipiélago de Humboldt está amenazado por el proyecto Dominga, ¿qué reflexión tienes sobre eso?
-Desde lo que he visto y vivido en Chañaral de Aceituno, buceando, compartiendo con gente y viendo toda esa naturaleza, uno echa de menos la falta del ordenamiento territorial: ¿cómo un lugar así quedó expuesto a un proyecto como ese? Si la ciencia ha demostrado la importancia ecosistémica de ese lugar, de las corrientes, de la surgencia, por qué llegan las ballenas, ¿por qué no se toma en cuenta esa evidencia? Es un lugar que conocí el año 94 cuando estaba intacto, maravilloso, y hoy está la amenaza de que se instale un proyecto como ese. El problema de Chile es que hay muchos lugares como Chañaral de Aceituno y se necesita un ordenamiento territorial.