Bolivia: El lento envenenamiento por mercurio de los indígenas leco
En los últimos años se intensificaron las actividades mineras en el río Kaka, en cuyas riberas se asientan comunidades de indígenas lecos, un pueblo originario de la Amazonía de Bolivia. Con ello se incrementó el uso de mercurio para amalgamar el metal precioso. La tierra en la que cultivan sus alimentos y los peces están contaminados, y la salud de los lecos, expuesta. Aunque los riesgos son evidentes, no hay estudios respecto a cómo este pueblo está siendo afectada ni políticas públicas que los atiendan. Este extenso y acucioso reportaje de la periodista boliviana Karen Gil, con fotos de Mauricio Durán, marca el inicio de una alianza con la Revista La Brava, de Bolivia, enfocada en temas ambientales y de derechos humanos. Es, a todas luces, un trabajo que narra el daño irreparable que ha causado la minería a toda una región en la que habitan pueblos indígenas, que ven cómo los capitales e intereses extranjeros extraen material de los ríos dejando a su paso una estela de contaminación y la muerte de cauces que antes eran fuente de alimento y subsistencia a poblaciones enteras.
Yheiko, Gadiel y Daryl esperan impacientes que la lancha arribe. Al divisarla, se emocionan: irán en busca de peces río abajo. A sus siete, nueve y diez años, respectivamente, les anima mucho seguir los pasos de don Hernán Tupa, su abuelo. Él es uno de los pocos pescadores de Tomachi, comunidad indígena leco, donde hay concesiones mineras que explotan oro a las orillas del río Kaka, actividad que ahuyentó la fauna en este lugar de la Amazonía.
Son las doce y media del mediodía de un lunes de junio, y el bote que nos transporta llegó recién al puerto de Tomachi, que es parte del Territorio Indígena Leco Larecaja —ubicado en Teoponte, en el departamento de La Paz—. Por la fuerte lluvia que cayó en la madrugada, la nave que —partió del municipio colindante de Guanay, hacia arriba, y que nos recogió de Teoponte— llegó cuatro horas después de la hora pactada. Los niños esperaron todo ese tiempo para navegar, por lo que suben a la lancha rápidamente.
—Es la primera vez que viajamos en bote —dice Gadiel, en referencia a él y a su hermano Garyl, mientras se acomoda en las tablas que sirven de asiento.
—Yo ya he viajado antes —presume Yheiko, su primo menor e hijo de madre leco y padre Uchupiamona—, con mi papá he ido hasta el Madidi.
Navegaremos por varias horas en busca de peces hasta Catea, que está entre este punto y el Parque Nacional Madidi, del municipio de San Buenaventura. A modo de juego, planteo a los chicos contar las dragas que operan en el río Kaka. No pasan ni cinco minutos de viaje y gritan: “¡Draga!”.
Esta se suma a las cinco que vimos en menos de 15 minutos, desde más arriba del puerto de Teoponte hasta Tomachi. Todas son propiedad de empresas colombianas, que llegaron a este lugar en 2015. Estas enormes máquinas, de al menos 10 metros de largo y 12 de ancho, se encargan de remover la tierra de debajo del agua en busca del metal precioso que hay cerca de las riberas. En todas estas flamean una bandera boliviana, una roja y otra verde.
Una de ellas estaba en la otrora pista de aterrizaje de Teoponte que construyó la empresa estadounidense South American Placer Incorporated (SAPI) a fines de los años 50 para transportar el oro. Esta fue la primera compañía en introducir una gran draga para explotar mineral de manera intensiva, y que trabajó hasta los años 80, cuando vendió sus concesiones a la Corporación Minera del Sur (Comsur), propiedad del expresidente Gonzalo Sánchez de Lozada (1994-1997 y 2002-2003).
En los últimos siete años se intensificó la presencia de nuevas dragas, principalmente de propiedad extranjera. Precisamente la primera que llegó a estos lares fue instalada en Teoponte, y ahora la bajaron hasta Tomachi, a 15 minutos a pie de la casa de don Hernán.
El territorio indígena leco (a diferencia de otros en la Amazonía) tiene una larga trayectoria minera. Según historiadores, esta actividad ya se practicaba antes de la Colonia, y después de la fundación de la República se combinaba la extracción rústica con la pesca y la caza.
“Sacábamos con bateas especiales medianitas; se iba escarbando la tierra y en la ranura de las rocas”, cuenta don Hernán sobre cómo de joven eventualmente rescataba oro. El metal precioso le servía para intercambiar por víveres secos que llegaban de otros puntos.
A partir de los años 90 –al ver la entrada masiva de otras empresas (inicialmente nacionales) –, los indígenas decidieron volverse mineros, por lo que poco a poco las comunidades nativas se convirtieron en cooperativistas, pues, por la normativa minera, solo así podrían explotar el oro.
“La ley dice que la comunidad tiene que volverse unipersonal o cooperativa para obtener ese terreno. Las comunidades obligatoriamente hemos tenido que volvernos actores mineros, como cooperativas, para defender y gozar de la riqueza mineral de nuestro territorio. Si no nos volvíamos, el Estado metía gente de otro lado y ellos se llevarían todo; nosotros íbamos a ser simplemente empleados”, me dijo ayer el presidente de los Pueblos Indígenas de Larecaja (Pilcol), Marcelo Dibapuri.
Por ello, en el territorio —que cruza los municipios de Mapiri, Guanay, Teoponte y Tipuani— existen muchas concesiones o derechos mineros. Si bien no se tiene el dato exacto de la cantidad de compañías en este lugar, solo en Teoponte hay dos centrales cooperativas con alrededor de 75 mineras cooperativistas (no necesariamente operan al mismo tiempo). Por ello, es común que en los ríos Mapiri y Kaka abunden las actividades mineras.
—¡Ocho! —grita Jeico, y señala una draga al lado izquierdo, ya cerca de Mayaya, ubicada a más de una hora por río.
Las maquinarias pertenecen a las empresas que explotan el oro, las cuales se asocian con las cooperativas (pese a que la ley lo prohíbe) que obtienen las concesiones que otorga la Autoridad Jurisdiccional Administrativa Minera (AJAM). Por ello, estas se quedan con el 30% de la ganancia obtenida y vendida a las comercializadoras, mientras que las firmas privadas se llevan el 70%.
Si bien el río Kaka –al igual que los afluentes de la cuenca amazónica– tiene aguas turbias porque arrastran arcilla y material orgánico, en los últimos años estas empezaron a teñirse de tonos negruzcos porque contienen una mayor cantidad de líquidos y metales que las contaminan.
Es por eso que don Hernán —66 años, moreno, voz gruesa— y los pequeños pescadores se dirigen río abajo para probar suerte en la pesca. Esperan que no ocurra como el sábado, cuando se quedaron casi dos horas en el río a la altura de su comunidad y no hallaron ni un solo pez.
“Aquí era una belleza. El río no era así. A partir del río Coroico (que está más arriba) a este lado hasta el encuentro el río La Paz (abajo), el río Beni, era cristalino. Yo en sí estoy de acuerdo con que se exploten los recursos, pero que no lo vayan a destruir con su magnitud, desplomando el monte, porque ahora está causando desastre”, me dijo antes de entrar al río y mientras pijchaba coca para ganar fuerzas.
Don Hernán se inició en la pesca a los cinco años de la mano de su padre y abuelo. Recuerda que cuando era joven, entre los años 70 y el 75, pescaba de cien en cien peces, y dice que ahora con suerte saca entre dos y cinco.
Explica que solo se encuentran peces en Quendeque, río abajo, porque debido a que está dentro del parque Madidi, los guardaparques evitan que haya pesca indiscriminada y minería.
Si los pobladores de Tomachi quieren comer pescado, tienen que ir hasta allá, que es donde ya nace el río Beni, pues la minería intensiva ahuyentó a los peces por ese sector.
El territorio leco Larecaja está en cuatro municipios: 60% en Guanay, 20% en Teoponte, 10% en Mapiri, y 10% en Tipuani. Cuenta con 4.000 familias, de las cuales muchas son originarias del lugar, y otras procedentes de tierras altas, que también se autodenominan lecos.
Tomachi es la tercera comunidad con más habitantes (360 familias). Al centro de su pueblo, a 40 minutos del poblado de Teoponte, brilla una plaza y una casa comunal a medio construir. Esas obras se edificaron con lo que deja la cooperativa concesionaria al lugar, que se trata del 2% de lo ganado; sin embargo, las construcciones están inconclusas hace más de tres años.
A medida que navegamos, el ancho del río se amplía más y los cerros que lo rodean ya no muestran árboles y arbustos, sino tierra infértil.
—Hay reposición de suelos con piedras, donde no crece nada —explicó Waldo Valer, guía y explorador leco que acompaña el recorrido, antes de llegar a Tomachi, cuando pasamos por Asilahuara. —Han ido tumbando los árboles y los lindos platanales.
Debido a los trabajos auríferos en Asilahuara, hubo una inundación a inicios de este año que afectó varios cultivos que estaban cerca del río.
En las riberas se ven montones de rocas que sobraron de la ampliación de la franja de seguridad del río. La tierra se quedó debajo de las aguas.
—Esto por ejemplo era un poco más hondo, con la movida de las terrazas botan la tierra, roca; se ha ido rellenando —cuenta don Hernán.
—Tanta piedra que le meten al río, cambia el cauce —dice Stanley, el conductor del bote, un indígena leco que trabaja hace mucho tiempo navegando por este río. Cuenta que antes se bajaba por el lado derecho del río, pero ahora se va por el izquierdo, y que la base de banda a banda mide entre 500 y 700 metros, lo que antes era unos 200 metros. Es decir, ahora entrarían de cinco a siete canchas de fútbol.
El cambio del cauce genera varios problemas de inundaciones en comunidades lecas, la más reciente se dio en Charopampa, ubicada en Guanay. Por eso, los comunarios del lugar expulsaron a la cooperativa, y exigen una consulta previa, la cual no se dio al inicio de la explotación, en 2012.
—Mira allá. Esos son barranquilleros —nos muestra Waldo, y señala un grupo de unas seis personas que acamparon al borde del río en busca del metal precioso que arrastra el río (esta labor es muy similar a la de las palliris en el occidente).
Por estos lugares es común la práctica de la barranquilla, lo hacen hombres y mujeres, y en esta época es cuando más presencia tiene en las orillas. Algunos trabajan de forma aislada en diversos puntos de las riberas, otros esperan las siete de la mañana y el mediodía cerca de las empresas mineras para rescatar el oro de los residuos que las empresas dejan.
En este río, toda la lógica de trabajo gira alrededor de la minería; nadie pesca.
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La contaminación, día y noche
Son las seis de la tarde y el ajetreo en el río no para. Las lanchas llenas de barranquilleros se cruzan con otras que cargan 20 barriles que juntos contienen entre 2.000 y 3.000 litros de diésel para el funcionamiento de las máquinas. Estas últimas partieron del puerto de Mayaya, el distrito más grande de Teoponte (9.000 habitantes) y que concentra la mayor cantidad de actividades mineras. Solo allí hay 38 cooperativas registradas y ocho concesiones mineras, según datos de la Subalcaldía.
A unos minutos del puerto, en el ancho del afluente se levanta uno de los famosos dragones chinos: armatoste de metal, de unos 15 metros de altura y 30 de ancho, erigido sobre una barcaza. Al extremo izquierdo está la criba que clasifica la piedra de la arena, de donde se escoge el oro; a su lado hay una gran canaleta que echa el agua del río que se usa para la separación.
Este es un sistema diferente al de los colombianos. Los primeros utilizan una retroexcavadora en planchones, y estos usan cribas estacionarias. Las maquinarias explotan el río en busca de oro de día y noche. Apenas descansan a la hora del desayuno y la cena.
—Toda esta playa ahora está trabajada. Hace dos años vine y hay una diferencia abismal, —dice alarmado Waldo, quien hasta 2016 hacía viajes con turistas por esta ruta, muchas en callapo, lo cual ahora por la intensa dinámica minera sería imposible.
—Yo hace un año vine a pescar, cazar y a sacar orito —dice don Hernán—, este montón de piedras no había.
Se refiere a las rocas plomizas que forman una suerte de cerro en un una extensión de 100 metros, junto al dragón chino cuatro, y que rompen el paisaje del monte verde de la Amazonía.
Ese tipo de promontorios son comunes en este río. Tras la explotación aurífera, los mineros se conforman en colocar las rocas como paredes cerca del cerro y dicen que con ello reponen el monte desmontado, una de las obligaciones para las empresas. Nadie se encarga de verificar que estas sean verdaderas reposiciones; pues como me dijo un comunario, “en piedras no se puede plantar”.
El viceministro de Medio Ambiente, Magín Herrera, dice que “ese trabajo correspondería a las instancias que han otorgado (los permisos para) la actividad”.
Mientras avanzamos río abajo, más dragones aparecen. Tan solo en este sector hay uno a medio armar, que se sumará a los dos ya montados que están a unos metros; más allá hay un cuarto dragón.
—Con ese son cinco, —dice Dariel y muestra uno nuevo.
—Seis, —le corrigen rápidamente Gadiel y Yheiko al apuntar hacia la derecha.
Los chicos están abrumados de que en un espacio de unos 200 metros haya tantos dragones; su trabajo de registro se duplicó.
Estas maquinarias, al igual que las dragas, usan bastante diésel, grasas y aceites para funcionar, cuyos residuos son desechados al río que afectan a los peces y dejan rastros en las rocas grandes. A estos líquidos se añade el mercurio que se utiliza para amalgamar el oro menudo.
Este es un contaminante peligroso para la salud y el medioambiente, por eso su uso y comercialización están prohibidos en la mayor parte de los 140 países que firmaron el Convenio de Minamata (2013).
“El Mercurio en Bolivia: Línea de base de usos, emisiones y contaminación”, —elaborado por la Cancillería y el Ministerio de Medio y Agua (2016)— da cuenta que la extracción de oro con uso de mercurio es responsable del 82,3% de las emisiones nacionales de este metal en el país. Hasta 2015 se emitían más de 37.579 kg Hg/año, de los cuales 10.146 son vertidos a la atmósfera, 19.120 al agua y 12.806 al suelo.
Probablemente el uso de este metal pesado se incrementó en el norte de La Paz, donde se extrae la mayor cantidad de oro. Según los datos del Centro de Documentación e Información Bolivia (CEDIB), hubo una ampliación de zonas de explotación e incrementó el número de derechos mineros y su ocupación territorial, de 2015 a 2017.
En este río todos los actores que explotan oro usan mercurio. Por ello, en Guanay, que es el centro comercial de la minería de este sector, hay muchas ferreterías que venden pequeñas botellas de un kilo de esta sustancia.
Pero además de lo usado en los río Kaka y Mapiri, que atraviesan el territorio leco, estos también son contaminados por el mercurio usado en la explotación aurífera en Sorata, a 600 kilómetros de distancia, donde se manipula mayor cantidad del metal.
“En una cooperativa en Guanay, se utiliza 400 gramos de mercurio mensuales y en una cooperativa en Sorata, nueve kilos por mes, porque es minería de veta”, explica el técnico de la Fundación PlagBol, que realiza el proyecto “Promoviendo una minería de oro libre de mercurio” en esos dos municipios, Juan Carlos Almanza.
Este metal afecta a la salud de los que lo manipulan, pues al fundirse, para captar el oro, expulsa vapores que son tóxicos para los humanos y la atmósfera. Además, cuando el fluido de mercurio se derrama en el medio natural se vuelve metilmercurio, compuesto neurotóxico, dice el estudio del Gobierno.
Un leco de unos 60 años, que buscaba oro cerca del puerto de Teoponte, me contó ayer, mientras esperábamos el bote, que él contiene la respiración cuando amalgama. Él se dedica al menos 15 años a la minería artesanal y es consciente de que el mercurio lo está carcomiendo por dentro. Dice que conoce a algunas personas con problemas nerviosos, que es una de las problemáticas a causa de la sustancia.
La falta de protección, no solo se da en los mineros artesanales, sino que —según el diagnóstico realizado en Guanay por PlagBol— los trabajadores mineros no toman en cuenta ni cumplen ninguna medida de seguridad; es probable que en el resto del territorio leco ocurra lo mismo.
Si bien un estudio de la Red Internacional de Eliminación de Contaminantes (IPEN) determinó que mujeres indígenas esse ejjas del río Beni —que no participan en la explotación minera—presentan altos niveles de intoxicación por mercurio, por el consumo de pescado contaminado; actualmente no hay evidencia de las consecuencias en la salud y cuerpos de los indígenas, en general, y lecos, en particular.
Los tres centros hospitalarios de Guanay, Teoponte y Mayaya no cuentan con una referencia sobre posibles enfermos por esta causa porque no existe un protocolo médico para identificar las patologías. Una médica general, que trabajó en Guanay hasta hace un año, explica que debido al bajo presupuesto estos recintos solo tiene un médico y que no les da tiempo para generar hojas clínicas con precisión que sirvan para futuras investigaciones.
El director del Cedib, Oscar Campanini, explica que los impactos en la salud no son inmediatamente visibles y que las personas sentirán las consecuencias a lo largo de los años.
Las autoridades locales de Teoponte y de Guanay y del Gobierno nacional manifiestan que la ausencia de estudios específicos sobre el impacto de mercurio en los lecos es porque estos son costosos. Creen que es necesario aliarse con universidades y cooperación internacional.
El estudio “El Negocio de mercurio en Bolivia”, del Cedib, recomienda fortalecer mecanismos de coordinación interministerial (Aduana-minería-medioambiente-salud) para la implementación adecuada de mecanismos de control de mercurio.
Entre tanto, los lecos son conscientes que están siendo envenenados por el mercurio al igual que la naturaleza.
Para Elizabeth López, investigadora especialista en minería en Teoponte, la ausencia de esta información demuestra, al igual que el incremento minero, el abandono sistemático del Estado y que la resignación de los indígenas refleja que sienten que no pueden cambiar una forma de vida, ni hallar solución a esta. “Ese abandono absoluto te refleja la minería, la indefensión, el abandono, la injusticia, la depredación y la degradación”, afirma.
La concientización de los riesgos del uso del mercurio es realizada por instituciones no gubernamentales, como PlagBol que capacita al personal de salud y profesores de Guanay y Sorata sobre las afectaciones.
La noche llega a Teoponte y se encienden las luces de los dragones y de los campamentos sobre los cerros a lado del río.
Aparece un dragón enorme, de dos cuerpos. Está a la espera de diésel. Hay 15 personas adentro, muchas de nacionalidad china, que son las que más trabajan en el sector.
Por su gran tamaño este y los demás están sujetos por cables tensados amarrados en los dos extremos del río. Stanley lo bordea por la derecha y hace señas para que suban y así evitar un accidente, como ocurría en los primeros años de la presencia de los dragones.
Cerca de las ocho de la noche, llegamos a Pahuirno, comunidad leca, donde pasaremos la noche al borde del afluente y dormiremos con el ruido de las dragas que no dan tregua al río.
El rastro del dragón chino
—Buen día, —nos saluda una mujer tacana, desde un pequepeque, bote precario con un motor pequeño, con el que nos cruzamos.
Ella y otros indígenas tacanas vienen desde San Buenaventura, municipio colindante a orillas del río Beni, y, que además de albergar al Madidi, cobija al Territorio Indígena Tacana 1. Su objetivo es “pocear”, es decir, rescatar oro en las pozas que forman las empresas donde escogen el oro. Cuando éstas terminan de sacar el mineral, dejan las sobras para que los poceadores ingresen.
—¿Todos son tacanas?, —les pregunto.
—No, yo hablo quechua e inglés, —dice un exguía de turismo, de origen quechua, que les acompaña—. No hay plata por la pandemia, por eso vinimos.
Antes de despedirnos, nos explican que subirán al menos una hora más y que están sorprendidos por la cantidad de empresas mineras.
—Qué les vaya bien. Suerte en la pesca, —dice el exguía.
—No le van a sacar todo el oro, —bromea Waldo.
—Yo por primera vez vengo aquí, —responde, tras reírse.
Son las ocho y media de la mañana del martes y estamos más abajo de Pahuirno, con dirección a Catea. Los chicos están ansiosos por llegar pues ya quieren pescar, pero no dejan de estar atentos al paisaje.
A los pocos minutos de navegación se impone un dragón dormido, es decir, un dragón abandonado sobre una playa de arena café. Se trata del dragón chino 1, el primero de este tipo que llegó al río Kaka hace algunos años. Una parte de este se hundió. Entre la criba y canaleta aún hay tierra, en la cual crecieron algunas plantas.
Entre Catea y Mayaya hay al menos tres dragas abandonadas. Pero no es el único material pasivo que se encuentra por acá. En la playa de Pahuirno, donde antes había un campamento minero, la empresa china dejó restos de maquinaria, llantas, fierros oxidados y otros desechos.
Además, no cubrieron la gran poza, donde se acumula agua de las lluvias y que luego, con el sol se convierte en foco de infecciones. Todo este sector es una zona endémica de dengue, y los mosquitos que provocan la enfermedad disfrutan ese tipo de sitios.
Continuamos el viaje y paramos ante un inmenso campamento que opera en la playa al lado derecho, cerca de Catea. Subimos por lo que antes era un cerro de monte, no sin antes sacarnos los chalecos salvavidas que Stanley alquiló de la Naval de Guanay para navegar seguros. En este lugar no les gusta ningún tipo de autoridades.
Dentro del campamento, el ruido de la maquinaria cubre el del río. Hay unas 18 máquinas trabajando entre una volqueta que trae la tierra; la retroexcavadora que expulsa el material y la clasificadora separadora de minerales. La mayoría de estas opera cerca de la gran poza que por la lluvia acumuló agua. En medio de los charcos de esta se ven los rastros de aceite y grasa.
Con el agua lavan y clasifican la tierra de piedras; la tierra se va a una poza más pequeña, donde recuperarán el oro con mercurio, el cual después de su uso será desechado al río.
De acuerdo con el diagnóstico de Plagbol, un porcentaje pequeño de las empresas recupera el mercurio en retortas, el resto echa al río. Por ello, esta institución capacita a mineros de Guanay en un manejo responsable de este metal. Además, les enseña cómo se podría recuperar el oro con el uso de bórax, sustancia no tóxica que ya es usada para ese trabajo en varias partes del mundo.
Un operador chino se acerca y habla con Waldo, quien le explica que hacemos un reportaje sobre los peces.
—¿Llovió mucho? —le pregunto.
—Sí, tres días, —me responde con un español poco fluido. Y luego dice que tienen que bombear el agua acumulada de la poza.
De a poco nos rodean unos bolivianos.
—¿Ustedes son los concesionarios? — les pregunto, tras saludarles.
—Sí, somos de la cooperativa Planchón Gaviota, —me responde uno.
Hablamos de la lluvia y de la ausencia de pescado en el río.
—No va a encontrar pescado,— me responde uno.
—Hay, pero es difícil pescar ahorita— dice otro— el problema es que a lo de antes ya no hay la misma cantidad. Hay gente que viene y le ha ido metiendo dinamita.
Un leco nacido en Mayaya —de unos 60 años, que antes era agricultor y que ahora se dedica al negocio del oro— cuenta que le preocupa la falta de peces en el río, pues estos son parte de su alimentación. Por ello, se ocupa de trasladar a los peces de un arroyo para criarlos.
—Si esto se acaba (la minería), de dónde voy a comer pescado, de ahí tengo que comer, por eso donde vivo yo lo cuido, —dice.
Mientras hablamos caminamos hacia el borde del río, porque el ruido dificulta la conversación.
Esta cooperativa opera en el sector desde finales de 2020 y tiene permiso de 30 años para operar. Por ello, tiene planes de extenderse.
El dirigente de la cooperativa, César Machaca, explica que realizar los trámites para operar de forma legal les llevó mucho tiempo y que cuenta con todos los permisos, excepto el manifiesto ambiental.
“Lo último que nos falta es el manifiesto ambiental porque nosotros ya hemos empezado a trabajar y que esta semana llegarán los técnicos para hacer un estudio de suelos”, asegura.
La cantidad de licencias ambientales en este sector no es equivalente con la cantidad de operadores. Según los datos del Viceministerio de Medio Ambiente, en tres de los cuatro municipios que abarcan el Territorio Leco (Mapiri, Guanay y Teoponte) hay 122 licencias ambientales. De estas, 27 se concentran en Teoponte, un número menor a las más de 70 cooperativas mineras que existen acá.
Los mineros explican que es difícil retirar del río las maquinarias abandonadas por lo que se quedarán allí. Se quejan de la contaminación que provoca la basura que echan desde municipios y poblaciones grandes y dicen que no solo es el problema minero en este río.
Además, el dirigente de la cooperativa afirma que hacer una reposición real de suelos “es humanamente imposible”, pero afirma que están llenando ya una poza antigua y espera reponer al menos un 45%.
Sobre este tema, la alcaldesa de Teoponte, Neusa Coca, quien se posicionó en junio, creó la Unidad de Minería y Medio Ambiente y que trabajará una ley municipal que dicte directrices de cuidado de medioambiente en la actividad minera. Sin embargo, admite que debido a los bajos ingresos del municipio por regalías mineras no cuenta con recursos suficientes para hacer frente a este gran problema.
Mientras conversamos, dos ciudadanos chinos fuman cigarrillos y escuchan música en un pequeño radio que funciona con pilas.
Tras volver al bote, aliviados que no se hayan molestado por nuestra presencia, continuamos el viaje y vemos más empresas.
La búsqueda de nuevos espacios para explotar cada vez más se va hacia río abajo. Por ello, incluso las empresas chinas ya llegaron al Madidi en el río Tuichi afectando a los pueblos tacanas y mosetenes, donde los indígenas debaten el ingreso o no de estas. Están en la misma disyuntiva por la que pasaron hace 30 años los lecos.
Viajamos cerca de media hora más y al fin llegamos al arroyo de Catea, cuyo cauce desemboca en el río Kaka. Ni bien el bote se detiene, Gadiel, Yheiko y Daryl salen sujetando sus redes, que su abuelo elaboró el fin de semana.
La diferencia del color de agua y aspecto de la naturaleza de este sector es evidente. Acá el agua es limpia, incluso se la puede tomar, y el monte está intacto
Los tres chicos se turnan la red para pescar, mientras que su abuelo se va al medio del arroyo. Gadiel lanza la red y encuentra un pequeño pez, que se suma al que pescaron al pie de la cooperativa, que –don Hernán asume– tienen mercurio.
La falta de peces y la contaminación de los pocos que hay son solo algunas de las consecuencias de la minería. En todo el recorrido que hicimos en el río Kaka, además de la visita de algunas comunidades lecas en Guanay, se impone la gran huella que esta actividad deja en la fauna y la flora de la Amazonía paceña, pero también en los cuerpos de los lecos que habitan el territorio que se envenenan lenta y sistemáticamente.
Investigadores en el tema coinciden que con el tiempo, esta afectación expulsará de su territorio a las nuevas generaciones, pues se están quedando sin tierras agrícolas y un río prácticamente muerto.
Después de una hora de disfrutar la pesca y de remojarse en el agua, aún limpia de Catea, donde los pescadores no encontraron muchos peces, volvemos al bote para retornar a Tomachi.
Volver a atravesar nuevamente por esos lugares es difícil. Don Hernán asegura que la naturaleza está muy enojada. «¿Con el tiempo cómo quedaremos?» se pregunta y, a modo de contestarse, afirma que el mercurio y el resto de la contaminación provocada por la minería: “a la larga o a la corta nos va afectar, sí o sí”.
Lee el reportaje original en Revista La Brava: Bolivia: El lento envenenamiento por mercurio de los indígenas leco