©Carlos Hevia

Durante la última noche de mi viaje por la Carretera Austral, lo comprendí. Recorrer a una velocidad de 13 km/hr los paisajes australes de Chile es un viaje hacia atrás en el tiempo, un desafío diario, simple y emocionante.

Hasta aquí, había pasado las últimas tres semanas de febrero pedaleando sobre mi bicicleta. Alcancé a recorrer en solitario el tramo de la ruta que va entre los poblados de Chaitén y Villa O´Higgins, resolviendo sólo lo inmediato de cada día, sin prestar demasiada atención a lo poco evidente, sorprendido por la belleza explícita del desplazamiento entre estos paisajes. Sin embargo y por una coincidencia inesperada los hechos que se sucedieron durante mi última estadía en Coyhaique, re-significaron el sentido inicial de mi viaje. Hoy, tiempo después de haber concluido mi recorrido, es la carga simbólica de la memoria, de los paisajes, las personas y los hechos lo que describe mi propia aventura en Patagonia, que fue en muchos sentidos, mayor al logro de todo lo recorrido y alcanzado.

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En los meses previos y mientras preparaba mi salida a la Región de Aysén escuché muchas y muy buenas historias de esta parte de Chile, había revisado fotografías y ojeado algunos libros que calificaban a la Carretera Austral como “la ruta más hermosa de Latinoamérica”. Amigos y cercanos habían hecho kilómetros y horas de viaje sobre la ruta, a dedo, manejando vehículos o pedaleando a ritmos variados. Todos ellos sin duda asombrados por la experiencia de visitar esta famosa ruta al sur de América que recorre cerca de 1.240 kilómetros entre la ciudad de Puerto Montt y el remoto poblado de Villa O´Higgins.

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Para los interesados en esta ruta Austral, y quieran información sobre cómo recorrerla, internet está lleno de descripciones. Desde completos itinerarios de viajes, hasta asombrosas imágenes de lagos, ventisqueros, bosques e imponentes montañas. Los más de 1.200 kilómetros de esta vía patagónica han sido descritos una y otra vez de las más variadas formas. Quienes quisieran, podrían saber con exactitud la variación del precio de los chocolates en cada almacén de Villa Amengual. Podrían referenciar también los lugares donde comprar el mejor pan amasado de Puerto Río Tranquilo o de Villa Cerro Castillo.

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Hay tanta información colgada, que el viaje por la Patagonia corre el riesgo de transformarse en un largo y ligero “check” de lugares e hitos. La urgencia por la velocidad podría reducirlo todo a una rápida “selfie en alguna de las famosas postales de Puyuhuapi o a una simple ojeada a las pasarelas flotantes de Caleta Tortel.

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Viajar en bicicleta tiene una gran ventaja por sobre otros medios de transporte. Sobre la bicicleta, más que la velocidad, lo importante es la percepción que existe del tiempo. Avanzando lento, a la velocidad del paisaje, la memoria se apodera del espacio y la historia se reconstruye con cada pedaleo, lejos de los datos que se encuentran en internet o en guías de turismo.

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Por mi parte y después de 16 días seguidos sin bajarme de la bicicleta, había cumplido con todo lo planificado en mi propio itinerario de viaje. Desde Chaitén hasta Villa O`higgins había pedaleando poco más de 1.000 km de camino, entre ripio y pavimento; todo esto con una rara pero estricta disciplina que me mantenía sobre la bicicleta entre seis a siete horas cada día.

La última noche de mi estadía estaba cansado. De vuelta en la ciudad de Coyhaique, esperando volver a Santiago al día siguiente desde Balmaceda, la experiencia de mi viaje comenzó a hacerse una junto a la historia de la Patagonia.

Aquel día tuve la fortuna de dormir bajo techo, siendo amablemente recibido en casa de una familia “gaucha”, no lejos del centro de la ciudad. Para cuando llegó la noche, todos en la casa tenían obligaciones  que cumplir en otros sitios, por lo que me quedé solo, durmiendo en una de las habitaciones.

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Por la madrugada me despertó un ruido agudo, que no dejaba de alarmarme. Se apagaba y volvía a aparecer. Me tomó tiempo descubrir que se trataba del teléfono fijo, ubicado en la sala de estar de la casa. Al segundo o tercer intento decidí levantarme y tomar el auricular. Don Ramón, el dueño de casa, había fallecido momentos antes. Estaba en terreno, en una de sus faenas de trabajo en Lago Verde y buscaban dar aviso a su familia.

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Traté de cerrar los ojos nuevamente y ahí estaba él, yacía en medio de un bosque de la Patagonia, entre grandes árboles y ruidosos ríos. Yo no podía hacer nada más que recordarlo a través de los testimonios de su vida que decoraban cada pared de su casa.

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Fue así como desde esta última noche comencé a comprender el sentido de mi viaje por la Carretera Austral. Cuando avanzar era laborioso porque las curvas del camino se inclinaban y se volvían estrechas o porque el viento no se detenía y la lluvia dolía sobre la piel, me obsesionaba con la idea encontrar en el paisaje vestigios de una historia no revelada, oculta por los asombrosos atributos de la región. En los tramos más bellos y exigentes de mi viaje, fui testigo de cómo el sudor producto de mi esfuerzo se transformaba, al tocar el suelo, en un homenaje personal en memoria de todos quienes han hecho de la resistencia en el territorio, el sentido de su vida diaria en Aysén.

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Era la última noche en la Patagonia y yo suponía que mi viaje terminaba ahí. Fui solo, únicamente a pedalear y ahora sólo pienso en volver. Quiero rehacer cada una de las fotos que tomé. Quiero recorrer nuevamente cada kilómetro, ahora más lento, prestando especial atención a todas esos vestigios dejados en el paisaje y que nos cuentan la verdadera historia de los pueblos y su gente.  Quiero recolectar de a uno los símbolos poco evidentes de espacios para la memoria que puede ser compartida entre todos quienes quieren y se dan el tiempo para descubrirla. Quiero volver sobre pasos nuevos, sin esquivar el reconocimiento al rol transformador de la muerte en un territorio tan hostil como lo es la Patagonia.

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