En Chile se define como urbano a todo conjunto de viviendas con mas de 2.000 habitantes, o entre 1.001 y 2.000 habitantes siempre y cuando el 50% de la población económicamente activa se dedique a actividades secundarias o terciarias. Por defecto, la ruralidad recibe la definición de aquel “territorio que queda fuera del límite urbano” o, simplemente, “resto de territorio”. Aunque el 87% de la población del país vive actualmente en ciudades, ese olvidado e indefinido “resto” aún sostiene formas históricas y auténticas de apropiación territorial, sumidas en un acelerado proceso de extinción. 

©Tomás Gárate
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Dentro de esa desmerecida indefinición, se encuentra la domesticidad de montaña del sur de Chile. Lejos de planes reguladores u ordenanzas, gauchos, arrieros y colonos cordilleranos de la región de Los Lagos dieron origen a una forma de habitar que responde a extremas condiciones climáticas y de aislamiento.

La accidentada geografía de la zona definió inicialmente el trazado de rutas de comercio y abastecimiento para los arrieros que venían desde o iban hacia Argentina. Al consolidarse dichas rutas, los indómitos valles transversales se convirtieron en la unidad básica de ocupación: establecieron las lógicas de abastecimiento y comunicación, otorgaron sentido de pertenencia y organización y definieron los límites de la “vecindad”, dando forma a una identidad basada en la comprensión y trabajo elemental de la tierra.

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El habitar cordillerano amplió las fronteras de lo doméstico de una manera absoluta: bosques, ríos, huertos, baños, galpones, ahumaderos y corrales conformaron activamente la experiencia cotidiana; en definitiva, el hogar se encuentra fragmentado o disperso en el paisaje, o mejor dicho, el paisaje es el hogar. En los espacios interiores, el centro de los ritos y celebraciones en la domesticidad sureña es la cocina. Es el lugar donde se inician y se terminan los días, se recibe a los invitados, se preparan los alimentos y se transmiten mensajes para los otros vecinos; cocciones, frituras, hierbas medicinales, cuero, lana, gatos, madera, polvo y barro son parte de este espesor doméstico intenso y cálido.

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La vida se desarrolla en función de las posibilidades que ofrece la estacionalidad, cuidando la esencia de “las cosas que crecen por si solas y erigiendo solo las que no lo hacen”. Cada trabajo toma el tiempo que sea necesario, ya que el único arbitrio temporal lo dan las limitantes naturales: luz, viento, nieve del invierno o sequía de verano. Así, tareas tan simples como proveerse de abrigo pueden tardar más de un año, al tener que esperar la lana de las ovejas, los tiempos de esquila y el tejido. Las cosechas y el carneo de animales otorgan el alimento para pasar las heladas del invierno o hasta la próxima temporada, complementado con insumos externos cada uno o dos meses. El simple hecho de construir una ampliación del hogar, un cerco o una nueva litera exige una meticulosa planificación: buscar en el bosque las maderas específicas según los requerimientos del proyecto, encontrar una trayectoria limpia y segura para la caída del árbol, definir anticipadamente la vía de extracción y acceso para los bueyes, cortar las ramas secundarias, dimensionar y trazar las vigas, pilares y tablas en el tronco caído, coordinar con algún vecino el trabajo de la madera y el posible uso de motosierra, y finalmente erigir el nuevo recinto. Es así como la producción local y la mantención del hogar contribuyen de forma esencial a la construcción del paisaje cordillerano, a partir de las necesidades domésticas y la dependencia directa del medio.

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Sin embargo, la indefinición territorial en la que se encuentran estas seudo-comunidades es lo que las vuelve vulnerables en el contexto actual: la mayoría de los proyectos relacionados a estas zonas  -megaproyectos de conectividad o energía- terminan empobreciendo las cualidades ecológicas, organizativas y domésticas de estos sistemas. Por otro lado, diversas iniciativas turísticas o de suburbanización rural -desarrolladas mediante el decreto de ley Nº 3.516 y el artículo 55º de la Ley General de Urbanismo y Construcciones- crean valor imponiendo visiones pintorescas y estáticas de un paisaje pre-establecido, condicionando de manera insostenible los significados e identidad local.

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Es así como reducimos y ocultamos procesos históricos de construcción del paisaje, mediante iniciativas desarticuladas e ideados muchas veces desde lo urbano. El reconocimiento del “resto del territorio” debe consolidar e impulsar a los sistemas socio-ecológicos rurales, mediante el diseño de instrumentos de planificación efectivos que rescaten la esencia del patrimonio natural ya construido y que lo integren a planes territoriales más amplios, para así celebrar con orgullo (y de una vez por todas) la esencia del habitar en Chile.

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