En ‘Animales Extintos’ una joven se muda a una estancia en el extremo sur de Chile para mantener una historia de amor con un hombre que hace lo posible por decepcionarla; una buzo se sumerge en las profundidades de una bahía para buscar respuestas a la muerte de su hermana; una niña entra en una oscura relación con los animales durante un viaje a Chiloé; una estudiante retorna al sur para recomponer los huesos de un animal extinto; y una mujer asiste a un encuentro con compañeras de colegio para redimir una historia de infancia sepultada.

Así, a través de estos cinco relatos de ficción, existe una fuerte presencia de los paisajes naturales del sur de Chile, así como la ciudad, a través de protagonistas femeninas y personajes que esconden un secreto que termina por develarse en los mismos escenarios en los que ellos viajan o habitan.

La autora, Paula López Wood, quien ya se ha desempeñado previamente como cronista de viajes, explica por qué escribió estos relatos de ficción: “Me interesó experimentar con personajes, con emociones, quizás entregar a ese territorio algo que también era mío, porque el mismo paisaje austral me evocaba emociones que eran muy fuertes. Y creo que esas emociones siempre tenían que ver con heridas internas y secretos guardados, heridas que yo quise relacionar con un territorio que es también fracturado, desmembrado, todo ese laberinto de islas y canales que es nuestro país desde Chiloé al sur”.

A esto, agrega: “Es una ficción muy apegada a la descripción de entornos, porque era ahí donde finalmente yo percibí que estaba toda la fuerza, era en esa brutalidad y belleza del paisaje que es el extremo austral de Chile donde se evocaba con más efectividad aquello que yo buscaba: emocionar al lector a través de la percepción sensible de los personajes con su entorno”.

De esta manera, cuenta, los personajes se dieron solos, siempre bajo la intención de que el paisaje y los escenarios tomaran protagonismo, conectándose con las emociones de los personales. Así, retrató como protagonistas a las mujeres y también a la naturaleza.

“Me interesaba retratar Chile, también, pero desde un punto de vista quizás poco visto: el de las mujeres que habitan y viajan a lugares lejanos, a espacios no domesticados (…) me ha tocado conocer la naturaleza desde un femenino particular, porque me ha tocado entrevistar y escribir a muchas mujeres que viven y sobreviven a la naturaleza para las crónicas viajeras que hago. Lo que sí pude darme cuenta y esto me hizo fortalecer a mis personajes, fue ver que, en la mayoría de los casos, estos espacios siempre habían sido escritos y narrados por hombres”, explica.

¡Una invitación a los lectores de Ladera Sur! La autora , Paula López Wood, nos comparte el primer cuento del libro “La estancia de los caiquenes”, una historia sobre una pareja que va a vivir al sur de Chile con muchas expectativas y el paisaje comienza a invadirlos tantos que las cosas no salen como esperan.

La estancia de los caiquenes

Estiró la mano al fondo de la chimenea para acomodar otra vez los troncos. Era el cuarto fósforo que gastaba en el intento por encender la astilla que Gustavo había picado esa mañana. Pero de esa chimenea de roca volcánica sólo surgía un humo fastidioso. Leña verde, pensó, leña verde y mojada es lo único que encuentro en este galpón, en este rincón bastardo del fin del mundo donde nada nunca termina de secarse.

Además de ocuparse de encender el fuego, Ana estaba atenta a los sonidos que surgían de la habitación de Ignacio. Antes de que apareciera el sol, Gustavo partía hacia su nuevo trabajo de profesor universitario en Punta Arenas. Era un buen trabajo para él, porque le gustaba el grupo de amigos que se armaba entre los profesores, y también para la universidad, porque Gustavo tenía una serie de títulos que no eran comunes entre quienes daban clase en los centros educacionales de esa zona de la Patagonia.

Llevaban semanas en busca de una enfermera que apoyara en las tareas de cuidar a Ignacio, el hermano de su marido. Pero hasta el momento, las candidatas daban la vuelta nada más enfrentarse a la pampa agreste, de lomaje suave y ventosa de ese rincón hostil de Magallanes. Mientras tanto, Ana vigilaba que las cosas mantuvieran un orden previsible dentro de la habitación.

Le gustaba el frío de los alrededores de la estancia. Le gustaba también esa nieve como ventisca que nunca se instalaba del todo en el camino de ripio que conectaba la casona con las otras vecinas, que, aunque distaban no más que unos cientos de metros la una de la otra, rara vez se topaban entre sus habitantes. El primer vuelo en avión le pareció bonito y misterioso, no demasiado largo para viajar a la capital en caso que surgiera una emergencia, pero lo suficiente como para sentir que partía a un lugar lejano, distante de las tribulaciones que le producía vivir en una ciudad vertiginosa y desmembrada como Santiago.

Al menos, eso pensó la primera vez que Gustavo la trajo a la región donde había crecido. En ese viaje que sintió como prometedor, apoyó su cabeza en su hombro abultado y en el que, como una niña en el regazo de su padre, sentía que podía descansar una eternidad. La vista estaba despejada, Ana posó su mano sobre los nudillos de Gustavo y le agradó ver cómo atravesaban lagos y volcanes, los extensos campos de hielo y finalmente la pampa árida, para llegar a lo que parecía un lugar más allá de todo horizonte conocido.

Era la primera vez que visitaban a la madre de Gustavo, luego de que le habían diagnosticado el cáncer de hígado. Y tenía un mal pronóstico. Ana no la conocía, y en un comienzo le pareció exagerado acompañarlo en esa visita que pensaba demasiado íntima. “Necesito que vengas” le dijo en un tono de urgencia que a Ana llegó a incomodarle, sugiriendo que sin su presencia no aguantaría ver a su madre en esas condiciones.

La casona le pareció espaciosa, ni fea ni bonita, un lugar en el que, por el entablado roído del piso, los escasos muebles de origen inglés y el empapelado con diminutas flores lila sugerían que la casa no había sufrido grandes cambios en generaciones. La madre yacía en un catre alto, tapada con una sábana color crema hasta la mascarilla y un tubo que la conectaba a un tanque de oxígeno. Su rostro se veía pálido y severo, y apenas surgió una mueca entre sus labios apisonados cuando entraron en la habitación. Daba respiraciones entrecortadas que de pronto se detenían, asustándolos. – Es normal, se pone así cuando se emociona –dijo la enfermera, en un leve tono que Ana interpretó como reproche, acomodando el respaldo reclinable de la cama para que viera al hijo que no la visitaba desde hace siete años.

Ana sintió que le faltaba el aire en la penumbra de la habitación, así que salió de la casona para esperar a Gustavo con la ventolera de la estepa. Desde ahí, podía ver la playa cubierta de conchuela y piedra pómez que parecían formar pequeños remolinos con el viento ululante. El estrecho azuloso, de oleaje agudo y encabritado, seguía una rotunda dirección hacia el oeste, perdiéndose en la abertura hacia el mar austral.

Se fijó en dos caiquenes, unas aves enormes como gansos que buscaban frutos y ramitas en medio del roquerío. A Ana le parecieron animales raros. Una era blanca con breves flancos negros, la otra de un rojo ladrillo, apenas manchada con líneas grises. No se distanciaban ni un momento la una de la otra y no parecían involucrarse en la hostilidad del paisaje. Si una comía, la otra la seguía inmediatamente. Intentó dilucidar cuál era el macho y la hembra, pero no lo consiguió.

– Usted no es de por aquí –dijo la enfermera.

Ana la miró. Había salido a fumar detrás de ella, probablemente, también para dejar en privacidad a la madre y al hijo en lo que parecía ser el último tiempo de agonía. Una racha de viento se alzó sobre ellas y Ana hizo el gesto de arroparse con su chaqueta.

– ¿Sufre de frío?

– No tanto.

– Pero hay mujeres que andan todo el día con las manos heladas. No se vaya a enfermar.

La enfermera le tocó las manos. Las sintió más tibias que las de ella. Se fijó en la cúspide del tejado de la casona, y se dio cuenta que el remolino con forma de rueda de bicicleta giraba a gran velocidad. Intentó descifrar de dónde venía la ventolera, pero le pareció imposible. Como la respiración entrecortada de la madre de Gustavo, llevaba un ritmo vacilante, interrumpido, que no parecía distinguir frecuencias ni diagnósticos previsibles.

– Pareciera que el viento está cambiando -dijo Ana.

– Todo. El viento, el mar, la vida en la estancia. A veces se levanta y forma esa espuma en el mar que nos asusta a todos. Tiene un ruido que me pone ansiosa. Me gustaría que Gustavo viniera más. ¿Por qué no lo acompaña? Al pobre Ignacio lo tienen aquí encerrado, esperando que muera la madre. Yo no sé qué va a pasar. Pero yo no seguiré cuando muera la señora, aunque me doblen el sueldo.

Ignacio dormía en la habitación vecina a su madre, y había sido custodiado por esas dos mujeres desde que le diagnosticaron autismo a los tres años. Poco tiempo después, Gustavo había partido a la capital a estudiar geología. A Ignacio le gustaba hacer largos paseos por la playa circundante a la estancia y mirar a las aves errantes. La ciudad lo ponía nervioso, decían; por eso, cuando acompañaba a su madre a hacer las compras a Punta Arenas, generalmente se quedaba en el auto para evitar angustias, como que el adolescente robara dulces o deambulara perdido entre los pasillos.

Pero desde que la madre había caído en reposo absoluto, rehusando dejar a Ignacio solo en la estancia, nadie había tenido más salidas fuera del espacio protector de la casona. El cáncer fulminante y el aislamiento le habían provocado algunas crisis. Nada grave, pero podía abalanzarse sobre desconocidos si sentía una cercanía demasiado próxima, morder un brazo, o golpearse a sí mismo repetidas veces contra la puerta de la habitación.

Nada de eso vio Ana cuando se topó con Ignacio por primera vez. En el patio abierto de la pampa seca y amarillenta su visión fue la de un joven delgado y de movimientos gráciles, atrincherado por un perro Border Collie que respondía al nombre de Corbata. Ambos, concentrados, acechaban a la solitaria pareja de caiquenes que pastaba en las cercanías de un muelle desgarbado. No compartieron más que una mirada. Ana intentó sonreírle, pero Ignacio desvió sus ojos apenas perdidos para seguir la ruta, sigiloso, como si de una cacería real se tratara.

– ¿Por qué no me contaste que tu hermano tenía autismo? –le dijo Ana a Gustavo esa noche mientras almorzaban en un restaurante en el centro de Punta Arenas, horas antes de tomar el vuelo de regreso a la capital. Pero Gustavo siguió con la vista fija en el plato, dio un leve tosido y en cuanto acabó pidió la cuenta. Recién durante el vuelo, Ana pensó preguntarle por la madre. Qué pasaría con Ignacio si ella moría. Pero después se convenció de que era una pregunta incómoda e innecesaria. Se le ocurrió que Gustavo estaría agotado por la visita y que lo mejor era esperar antes de imaginar situaciones de ese tipo. Lo abrazó por la espalda y pudo sentir cómo caía en un sueño profundo, mientras ella permanecía intranquila, recordando la imagen de Ignacio en el muelle.

A Ana le gustaba el aspecto gauchesco de Gustavo. Se había enamorado así, con sus historias de niño cazando liebres y buscando baguales a la intemperie. En sus fantasías, lo imaginaba en un escenario rodeado de pastizal húmedo, salvaje y cubierto de nieve que la hacía sentir cerca de la naturaleza. Ana, por su parte, había terminado su carrera de abogada, pero se había dedicado a la carpintería. Tenía un pequeño taller en Santiago donde construía muebles con maderas nativas del sur. Así se habían conocido y enamorado; la vida en torno a la madera. La familia de Gustavo era dueña de un viejo aserradero en Magallanes, y en esas conversaciones sobre la robustez de las lengas, los aros de la corteza del ñire, las mil variedades de rojo en el arrayán, habían encontrado una cercana complicidad. Ana estaba convencida de que podían emprender nuevos horizontes en torno a ese gusto en común. Abrir un taller de carpintería en el extremo sur, probar una vida provinciana, distanciarse del meollo familiar era algo que le generaba una poderosa fantasía. No estaba muy segura de sí misma, pero si de algo tenía certezas, era sobre él. Y vivir en Magallanes, una extensión de esa seguridad. Todavía era un lugar donde se podía iniciar una vida de pioneros. Comenzar los dos, desde cero.

La segunda vez que visitaron la estancia fue para el funeral de la madre de Gustavo. Habían pasado cuatro meses desde la primera visita, llevaban dos años de novios y aunque nadie había hablado de casarse, Ana pensó que se sentiría a gusto oficializando la relación en una ceremonia. No algo tradicional, aunque sí un rito moderno, escuchar su música preferida, un asado de cordero al palo, donde los amigos contaran anécdotas elogiosas de ella y Gustavo mientras pasaban con humor sus rarezas y perdonables defectos.

Esas cosas que él le decía que le daban ganas de mejorar.

En la primera fila de la iglesia de chapa de zinc estaba Cristina, la hermana mayor de Gustavo, también la enfermera. No había pista de Ignacio en el funeral. – La pena lo pone mal, inestable –susurró Cristina, sentada junto a Ana, con una frialdad que le hizo recordar el rostro inmutable de la madre al borde de la agonía, el mismo que se llevó a esa otra dimensión y que reconoció en el rictus tras el vidrio del féretro. Solo cuando levantaron el ataúd hacia el carro que la llevaría al cementerio percibió un leve tiritar en el mentón puntiagudo de la hermana, que le generó compasión y un acto impulsivo de abrazarla.

Ignacio, en cambio, se parecía a su madre cuando joven. O al menos, eso le pareció cuando vio los retratos que habían reunido para la recepción tras el funeral. Guardaba esa compostura fornida de sus hermanos, pero en su rostro anguloso mostraba una cosa dócil, que ninguno de los otros ofrecía. Era como si ese universo de clima hostil, ese paisaje inhóspito y remoto, no hubiera entrado en su espíritu.

Durante el almuerzo, la única intervención de Ignacio fue balancearse repetidas veces y sacar y volver a poner un trozo mordido de marraqueta en la panera. Cristina se sentó en el puesto de la madre. Tenía los brazos corpulentos y su presencia colmaba la atención de toda la mesa. El gesto de Ignacio parecía invisible para el resto y a Ana la perturbó la situación, al no saber si desvincularse de ella o tomar nota de esos códigos familiares. Entonces iniciaron la conversación pendiente. Cristina no quería hacerse cargo del hermano, alegó que su obligación era concentrarse en sus hijos y su trabajo en Santiago, que ya había sufrido demasiado en esa ciudad y que no aguantaba otro invierno de oscuridad interminable en Punta Arenas. Uno de los tíos instigó a que, como hermana mayor, debía llevarse a Ignacio con él. Cristina le respondió que entonces vendieran la casa y le dieran ese dinero para mantenerlo, pero nadie pareció entusiasmarse con esa situación.

– Nosotros podemos –interrumpió Gustavo.

Ana lo miró desconcertada, pero dejó que continuara la frase. Era la primera intervención que hacía desde que habían llegado al funeral.

– Hace un tiempo que le hemos dado vueltas a la idea de cambiar de ciudad, a llevar una vida más tranquila ¿cierto, Ana? La casa es grande y podremos estar los tres sin problemas.

Esa noche, con la luz apagada en la habitación de infancia de Gustavo, Ana le dio la espalda y, aunque seguía despierta, no dijo una palabra. Gustavo enumeró todas las cosas que podrían hacer juntos si se venían a vivir a la estancia. Tendrían a su disposición las maderas del aserradero para los muebles que soñaban construir, crearían su propio taller entre cobijas de invierno, emprenderían su negocio local, podrían vivir como pioneros. Pero Ana no contestó. A pesar de ese porvenir promisorio, una incomodidad se había instalado en su pecho al sentir que no la había hecho parte de la decisión. Solo el crujido de la madera logró sacarla del ensimismamiento.

– Perdóname, Ana –le dijo él, finalmente.

Ana dio un suspiro. Entonces él aprovechó ese leve movimiento para abrazarla, darla vuelta y mirarla a los ojos, de esa manera en que se habían visto, con tiempo, cuando se dijeron por primera vez que se sentían enamorados. A Ana comenzó a latirle el corazón de una forma que percibió como desagradable.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes? –le dijo.

– Yo pensé que estabas de acuerdo. Que tú querías lo mismo.

Gustavo la tomó, le dio un largo beso, le acarició su pelo, apoyó la cabeza en su almohada y luego le dijo que se sentía agotado. Esa noche, Ana permaneció atenta al crujir incesable del tejado, pero de cierta forma alegre, también, porque según todos los indicios, Gustavo se había decidido a convertirla en su mujer. O al menos, eso pensaba ella.

***

Esa madrugada, después de encender la chimenea la humareda le irritó los ojos, colándose por la cocina y el living. Como era de costumbre, Ignacio salió de su habitación a buscar sus tostadas y la leche caliente. No dijo nada. Solo miró a Ana como en un escáner prolijo y volvió a cerrar la puerta. Ella repasó lo que debía hacer si a Ignacio le venía otra crisis: acercarse despacio, sin tocarlo y preguntarle en un tono bajo, armonioso, qué era lo que le molestaba. Si perdía el habla, hacer preguntas a las que pudiera responder sí o no con el pulgar, masajear las sienes y los hombros, frotar la espalda y los pies, distraerlo de un posible auto-ataque.

Le aterraba la idea de enfrentar sola ese momento sin la ayuda de Gustavo, tanto como le irritaba no ser capaz de encender el fuego. Pero la leña estaba mojada y no era su culpa. Otra vez, el disgusto la inundó, primero desde la nuca, luego hacia la mente confundida.

– No la mires tanto, Ignacio –decía Gustavo.

Repetía la frase en tono de broma, un poco en serio, cada vez que su hermano examinaba a Ana con esa mirada médica de pies a cabeza. Ana le había propuesto hacer algunos cambios en la casa, quitar algunos retratos familiares, darle un aire más moderno a la cocina. Pero Cristina había dejado la prohibición de hacer cualquier modificación en la casona hasta que no decidieran qué hacer con ella. Todavía continuaba la disputa entre los hermanos si vender o mantenerla tal como estaba, con el propósito de hacer una hostería, o un restaurant. Lo único que hacía difícil la decisión era Ignacio. ¿Qué podían hacer con él? ¿Dónde iba a sentirse a gusto si no era en la casa donde había crecido?, comentaban entre los hermanos.

A Ana comenzó a afectarle el no poder apropiarse del lugar que habitaba, pero, sobre todo, la fría actitud que se había apoderado de Gustavo desde que llegaron a vivir allí.

Por las tardes, acompañaba a Ignacio a las caminatas en el muelle abandonado de la playa. Le relajaba la brisa de rachas arremolinadas, el pitío grueso y latente de los caiquenes sobre los restos de madera del entablado a punto de desmoronarse. E Ignacio, parecía volver con los ojos cargados, muy celestes, como si hubiera recobrado parte de la presencia en su mente lejana.

Muchas personas reconocen las aves por su forma, su plumaje o su tamaño, pero en esa alejada estancia de la Patagonia, Ignacio las diferenciaba por su comportamiento. Reconocer aves era algo que se había transformado en una de las pocas cosas por las que demostraba pasión, o más bien, por las que lograba expresarse cándidamente. Esa tarde junto al muelle le habló a Ana que el albatros tenía un vuelo elegante, que podía llegar a rozar el extremo de su ala contra el agua dejando una fina estela plateada durante su planeo. Que podía volar semanas sin tocar tierra, hasta encontrar un sitio seguro para hacer un nido y reproducirse. En cuanto a los petreles, frecuentaban el mar abierto. Ahí podía verlos disparar hacia el cielo hasta que era imposible seguirles la pista. Los caiquenes eran otra historia. A muchos les sorprendería su tamaño y comportamiento. Como los gansos, eran aves gregarias. Monógamos, defensivos, extremadamente territoriales.

– Tienen la misma pareja hasta la muerte. A veces, se pelean, y todo eso, termina con tragedias. Las hembras pueden morir. “¡Hui hui!” dice el macho, ¡Ar ar arrrrr! dice la hembra.

Ignacio continuó imitando el chillido agudo y áspero de las aves, acercándose con sigilo a una pareja de ellas, mientras Ana quedaba impávida ante el inusitado desplante escénico del hermano de su marido.

Con el paso de las semanas, Gustavo regresaba de su trabajo en la universidad en un estado melancólico que parecía tornarse irreversible. Una noche, mientras hacían el amor y el viento parecía emitir palabras humanas, Ana le pidió a Gustavo que la embarazara. Se había convencido que un hijo podía aliviar la convivencia.

– Hagamos las cosas a su tiempo. La muerte de mi madre todavía está muy cerca. Y un embarazo podría gatillarle una crisis a Ignacio.

Ana fue al baño, y por el muro viejo que daba a la habitación vecina le pareció escuchar que Ignacio hablaba solo y que daba pequeños golpes repetitivos en la puerta. No había tenido una crisis desde que llegaron. Quizás está soñando, pensó, o quizás es el silbido del viento.

Cuando salía al muelle con Ignacio, Gustavo se preocupaba. Le preocupaba que su hermano sufriera un accidente, le preocupaba descuidar la casona con la chimenea prendida, le preocupaba que Ana e Ignacio interactuaran demasiado con los vecinos. Aunque los veían poco y parecían ser buenas personas, no confiaba en ellos.

– No podemos permitirnos otra crisis. Si el doctor dijo que lo mejor era que estuviera en lugares protegidos, por alguna razón será, le dijo a Ana una tarde que Cristina los visitó. Le había encargado un mueble para animarla ante el repentino cambio de vida.

Pero ella podía ver cómo le cambiaban los ojos a Ignacio, cómo volvían cargados con una claridad prístina luego de las caminatas por el muelle junto a las aves. No es que lo hiciera solo por él. También encontraba algo inexplicable en el deambular por ese lugar ventoso y desolado, en ese espacio al que accedía en el silencio junto a Ignacio, como si un recuerdo atávico la uniera al origen de su vida.

A Ana no le resultaba difícil irse al muelle cuando Gustavo salía de la casa y volver antes de que regresara. Por las noches comían los tres y luego Gustavo partía al balcón de la casona a fumar y ver el universo de luces que surgía desde el océano, los buques que atravesaban en la distancia, el muelle custodiado por los albatros. Ana sentía que una parte de él estaba perdida allá, sobrevolando también el mar.

– ¿Qué pasa, mi amor? –le preguntaba, como si fuese él y no su hermano el que sufría de un trastorno de ausencia. Pero Gustavo solo respondía esbozando una leve sonrisa, para después continuar con la mirada en el mar, indescifrable.

Días placenteros. También malentendidos, como los llamaba Ana. Rachas de frialdad, rupturas a medias, repentina cordialidad que terminaba en silencio. Ana llegó a pensar que a veces Gustavo se iba con estudiantes de la universidad. Le revisaba el teléfono a escondidas, pero no encontró rastros de conversaciones que sugirieran sospecha. Apenas intercambiaba mensajes con su hermana sobre la salud de Ignacio o resolvía trámites con otros colegas.

Los días se hicieron más cortos, el invierno se apoderó de la costa fría del seno austral y la estancia poco a poco se convirtió en un lugar donde no se podía estar sin cierto desasosiego. El muelle, en medio del mar de nieve, perdía su calor de refugio y ahora era un sitio hostil donde los caiquenes llegaban a buscar pequeños insectos entre el roquerío. Ignacio tendía siempre a ir allá, fuera de los límites de la estancia.

Un estado de melancolía se apoderaba de ambos, y Ana intentó desprenderse de él con las caminatas y el trabajo en el taller. Pero un día surgió algo que los golpeó directamente: Gustavo cayó enfermo, con gripe y bronquitis. Pensó que había agarrado un virus de los estudiantes de su clase. Dijo que de todos modos empezaba a cansarle un poco el trabajo y que quería más tiempo para hacer las cosas que siempre habían deseado hacer juntos, esas cosas en torno a la madera que habían hablado en un comienzo. Pero más allá de dibujar el primer diseño del librero de Cristina, Ana no llegó a averiguar en qué consistían.

Un par de días después de la primera nevada lo vio en un bosque mirando unos árboles marcados, y Gustavo le confirmó que dejaría el trabajo en la universidad al semestre siguiente. La herencia de la madre se lo permitía, se justificó, al menos, por un tiempo suficiente para recuperar los ánimos.

Pero desde que contrajo esa gripe que no parecía irse nunca, desde que ese viento formidable que soplaba durante el invierno había aterrizado en la estancia, la fortaleza de Gustavo había sufrido un descenso del que no se recuperaba. Y eso parecía haber provocado un profundo cambio en su personalidad. Las visitas lo ponían nervioso, las de su hermana más que nadie. Estaba demasiado cansado para conversar. Salía a cortar madera, pero tenía que descansar entre una tarea y otra, de modo que los quehaceres más sencillos le llevaban todo el día. Dejó de interesarle acompañarla en las caminatas, aunque igual lo hacía si Ana se lo pedía más de tres veces, y poco a poco su figura corpulenta se transformó en un cuerpo sin gracia. Ana echaba de menos al hombre que estaba acostumbrada, con esa vitalidad y energía inagotable.

¿Estaba maldita la estancia desde la muerte de la madre, o siempre lo estuvo? ¿La desolación, el desamparo de ese ulular, que sonaba como un rumor dentro del rumor del viento, había entrado también en el alma de Gustavo, como un aire huérfano y envenenado?

A veces, en el sonido del viento sobre el mar encabritado, le parecía escuchar respuestas.

Fue a mediados del invierno. Ese día había nieve, pero era blanda. Donde pisaban quedaban huellas negras, derretidas. Ana y Gustavo cortaban madera, y de pronto, sintieron un golpe violento en el segundo piso de la casona. Gustavo lanzó el hacha a un lado y corrió hacia la casa, mientras Ana se preocupó de ir por la medicina y seguirlo. Allí, en el umbral de la habitación, vieron a Ignacio golpeándose la cabeza contra el muro. Tres hilos de sangre caían desde su pelo negro hasta sus labios. Gustavo lo sujetó con firmeza y comenzó a hablarle despacio, con ternura, preguntándole qué era lo que lo había puesto nervioso.

– Mamá, mamita, mamá –repetía, haciendo lo posible para deshacerse de los brazos de su hermano.

– Ándate, Ana. Ándate ahora –le dijo Gustavo.

Ana dejó los remedios sobre la cama, bajó al vestíbulo, salió a la entrada y mantuvo la vista en la rueda de bicicleta del techo de la casona. Intentó concentrarse en otra cosa, descifrar la dirección del viento, pero lo único que venía a su mente era la imagen de las manos de Gustavo sujetando con esa fuerza certera al hermano, y luego, la mirada rabiosa que le lanzó al decirle que saliera.

Después de esa última crisis, Cristina ordenó que lo mantuvieran encerrado en la habitación, que aumentaran la dosis de somníferos que el doctor había recomendado para que entrara en lo que llamaban una cura de sueño. Las caminatas hacia el muelle quedaban prohibidas hasta próximo aviso.

Días sin viento, nevadas silenciosas sucedieron al día de la crisis de Ignacio. La soledad se hizo más intensa con la caída ingrávida de los copos; a veces parecía escucharse un leve crujido en la distancia, tan leve y sutil como el aleteo de un pájaro. A través del ventanal del comedor se veían los horizontes cerrados, un cielo cercano y gris, todo lo que producía una tristeza inacabable.

A la mañana siguiente, Ana trabajó en el diseño de un mueble de raulí. Tenía la intención de pasar todo el día en el cobertizo para terminar el librero. Gustavo había dicho que iría al médico, pero no dijo a qué hora volvería. En su mente, Ana no dejaba de pensar en lo bien que le haría a Ignacio salir de la cama y volver a las caminatas hacia el muelle junto a las aves. Por eso, cuando la camioneta de Gustavo se perdió tras la humareda del polvo, le llevó su leche caliente con tostadas y lo invitó a dar un paseo.

Puede haber sido esa aparente cercanía, el traicionero invierno polar, la ausencia extendida de Gustavo, lo que la hizo verse en la necesidad de acercarse de esa forma tan arriesgada. O, quizás, al menos intentar transmitirle lo que sentía. Sentirse próxima a alguien en ese lugar al que habían decidido mudarse, aunque fuera para recibir como respuesta un blanco silencio.

Ana permaneció con la taza entre las manos, mirándolo, sin saber si decirle algo o simplemente tomarlo y llevarlo hacia afuera. El Corbata, que descansaba vigilante sobre la cama, ladró y Ana derramó el té sobre la frazada que cubría a Ignacio. Pero él no pareció inmutarse ante el pequeño accidente.

– Vamos a dar un paseo. Vamos a ver los caiquenes –le dijo finalmente.

Ignacio sonrió, se levantó, tomó a Ana de la mano y la llevó hasta la entrada de la casona. Ella, como una niña que sale de paseo con su padre, se dejó llevar.

Había un grupo de ocho caiquenes junto al muelle. Como siempre, las aves capturaron la atención de Ignacio, observándolas con la certeza de quien ha hecho la misma rutina cientos de veces, mientras el Corbata los seguía detrás, sigiloso, sin perturbar a las aves.

El muelle estaba cubierto con una nevisca que dejaba las hojas resbaladizas, y las rocas de la playa tenían una diminuta capa de hielo que hacía más frágil cada paso que daban. Ignacio tomó un palo grueso que había sobre la arena y comenzó a dar leves golpes contra el hielo quebradizo. Por el grosor, Ana calculó que debía haber unos diez grados bajo cero, pero aun así, le pareció que todo ese paisaje guardaba una belleza inusual. La dicha de volver a salir con Ignacio al muelle era tan inmensa que el frío no parecía ser un obstáculo.

Puede haber sido el recuerdo de que eran animales del fin del mundo, que los caiquenes son aves extremadamente territoriales; dispuestas a matar por sus compañeros de vida, lo que hizo que Ana abrazara a Ignacio cuando una hembra extendió sus alas voluptuosas y se lanzó contra ellos. En ese instante, el Corbata ladró y el cuerpo de Ignacio se agarrotó como esas ramas duras que resisten el viento furioso de la noche. El ave voló, rozándolos por la cabeza para luego extender el vuelo y desaparecer en el extremo oeste de la costa. Ana soltó a Ignacio, y él, con el rostro apretado, comenzó a llamarlas desesperadamente. ¡Hui hui!, ¡Ar ar arrrrr! gritaba y daba golpes repetitivos con el palo, cada vez más fuertes, contra el hielo que descansaba sobre el muelle.

Las aves no regresaron. Ignacio miró a Ana con una mirada severa e inquisitiva. Ella pensó en disculparse, pero en eso, tuvo la imperante sensación de que debía tomar distancia, que lo mejor sería alejarse de él. Ana retrocedió lentamente, sin darle la espalda, en dirección al muelle. Fue cuando escuchó un leve crujido. No supo identificar si era el hielo o la madera. Y pronto, pero no inmediatamente, la sombra de Ignacio abalanzándose, el golpe del palo contra su pantorrilla, la torsión descoordinada de la pierna y el agua gélida entrando hasta las caderas, inmersa en las tablas del muelle.

Los ojos de Ana lanzaron un destello de dolor. Quiso disimularlo para no gatillarle un posible estrés que irritara a Ignacio aún más y con ello le provocara otra crisis. Pensó en la medicina. Estaba lejos. De pronto el frío ascendió desde las piernas al resto del cuerpo. Intentó calmarse, volver en sí, repetirse una frase lenta, pausada, tal como lo hacía Gustavo cuando veía a su hermano nervioso. Pero el dolor agudo echó lejos los pensamientos reconfortantes. Intentó una vez más mostrarse firme, sacar el pie incrustado del fondo del muelle, caminar apoyada sobre las tablas rotas para salir del agua. No pudo. Lo que fuera que tenía en esa pierna le causaba un dolor tan intenso que era imposible no gritar ante cualquier roce o movimiento.

Debe haber sido la figura empapada de Ana apoyada contra el muelle a punto de desmoronarse, el contraste de la nieve silenciosa cayendo en su rostro pálido, lo que dejó a Ignacio en un estado inmune a lo que ocurría, de pasiva tranquilidad, para luego dar la vuelta e ir en busca de otro grupo de caiquenes que le pareció ver a lo lejos. El Corbata la miró con sus ojos amarillos, y pronto siguió a Ignacio en la penumbra del atardecer.

Ana no se preocupó de gritarle a Ignacio que no se fuera. Tenía suficiente con manejar su dolor, que de a poco se apagaba por la adrenalina y la acción del frío. La oscuridad era cada vez más densa como para distinguir nada más allá de la primera línea de los árboles. Desde ahí, la casona parecía una estrella distante, borrada por el humo de la leña verde y las ráfagas de viento. Entonces, se acordó. Recordó que ya había estado ahí antes, cuando salía sola a la oscuridad a principios del invierno y se recostaba, con menos nieve y frío, pero se recostaba, a ver pasar los enormes albatros sobre la isla. Y desde esa perspectiva, notó algo en las aves que creyó haber pasado por alto en otras ocasiones. Qué caóticas son, qué misteriosos y secretos son estos seres. No se trata de un ave junto a otra, sino todos los caiquenes reunidas, instigándose y protegiéndose, entretejiéndose en un solo cuerpo. Una transformación, a sus espaldas.

Fue cuando tuvo la sensación de que debía darse prisa. Que tenía que partir.

Ignacio ya no se veía. El Corbata aulló a lo lejos. Un poco más arriba, la rueda de la bicicleta parecía haber adquirido vida propia, marcando el viento en todas las direcciones posibles.

Hacia el horizonte crepuscular, todavía quedaban trece horas de oscuridad por delante.